Hermanos, protagonistas del relato.

Recuerdo como si fuera ayer…y ya han transcurrido 19 años, el día que mi hermano me llamó para que fuera con mi madre al hospital, nos tenía que dar un resultado, le había salido un bulto en el cuello y no sabíamos a qué podría deberse…el diagnóstico fue impactante…LEUCEMIA.

Él ya no salió del hospital en muchos meses, de Elche pasó a Alicante y de ahí a Valencia… donde finalmente un trasplante de cordón umbilical le salvaría la vida…

Pasamos por muchas situaciones, inexpertos en el tema de los hospitales… pero lamentablemente ya conocedores de qué era la muerte… razón añadida para temer lo peor. Pero junto al miedo, en estas enfermedades, viaja de la mano la incertidumbre y, si tenemos en cuenta nuestra cultura, también el sufrimiento, que se adueña de los días y de las noches y es simplemente… TERRIBLE.

Por supuesto que todo, todo, todo ronda alrededor del enfermo, los que les cuidamos, no sabemos realmente qué hacer ni con ellos ni con nosotros mismos… ¡es algo increíble! Sacas fuerzas de donde no las tienes, sacas ánimos para cada día, no te digo que aprendes porque no es así… puedes aprender sobre medicina, puedes aprender a cómo actuar ante una sepsis, un desánimo, unas fiebres,… Puedes aprender terminología y a pasar los días, pero no aprendes de esa experiencia hasta que acaba… porque no te da tiempo a pensar, no te da tiempo a sentir otra cosa que no sea miedo y dolor, no te da tiempo a vivir, sólo a pasar de puntillas.

 

Cuando acaba, de una u otra manera, tras dos meses o dos años… Entonces, cuando tu adrenalina baja, es cuando te permites respirar después de tanto tiempo, cuando te permites sentir y ser. Es entonces cuando caes en la cuenta de que o sacas de ahí un aprendizaje o sientes que has perdido todo este tiempo de TU vida…

Porque sí, los que dejamos nuestra vida de lado para dedicarnos a nuestro familiar enfermo, sentimos, vivimos y morimos con ellos, cada día.

 

Hay momentos que se quedan grabados en nuestras retinas, en nuestras mentes, en nuestros corazones… entre ellos nunca olvidaré...

Aquel día que por fin mi hermano descansaba, aislado en su habitación (ahora el tema de mascarillas y aislamiento lo tenemos más asumido, pero ya os digo yo que hace poco menos de 20 años era impensable que eso fuera lo normal, y además añadía más miedo todavía a la enfermedad… no vaya a ser que YO le contagie algo y se muera POR MI CULPA), ¡¡¡ese día me asomé a la ventana…Uff qué envidia Dios!!! Gente paseando, unos solos, otros acompañados…pero con suficiente salud y ¡libertad para hacerlo!

Otro momento fue el de las Navidades… la Nochebuena él sólo dentro de esa habitación aislado y nosotras, mi madre y yo, con las narices pegadas a aquel cristal queriendo evitar las lágrimas que impensablemente rodaban por nuestras mejillas e intentando disimular tanto y tanto dolor. Él… con esa mirada condescendiente y atemorizada, pero valiente a la vez… esa mirada que nos hizo capaces a todos de seguir caminando, esa mirada que nos aleccionaba cada día… esa mirada que luchó y GANÓ.

 

Cuando tras tu curro vas corriendo a cambiar tu turno en el hospital y, no una ni dos ni tres veces, llegas en momentos donde la vida de tu hermano se debate entre quedarse o marcharse…darías tu vida en ese instante por él. Cuando te hacen las pruebas para ver si eres un donante compatible de médula para tu hermano y… no lo eres… te quieres morir… te vuelves a enfrentar y a cuestionar tus propias creencias, tu propia fe, te vuelves diferente… porque no entiendes, porque te sientes incapaz, te sientes impotente.

Hay finales felices y finales tristes… nosotros vivimos el final feliz… pero nos unen, a todos los que formamos esa “familia” del dolor, experiencias que el tiempo no es capaz de borrar y es entonces, cuando pasa ese proceso, cuando ya eres valiente para echar la mirada atrás y recordar todo lo vivido…cuando por fin, APRENDES.