La historia de Mari y Enrique ha sido para todas las personas que la ha conocido una verdadera historia de amor.

Enrique fue diagnosticado de ELA en el año 2001, enfermedad con la que convivió durante 21 años, 21 años en los que Mari se ha levantado cada mañana con el único objetivo de disfrutar de la vida junto a su marido, y a nadie le cabe duda que lo consiguieron.

Mari comenta que el diagnóstico no fue fácil, porque los síntomas que presentaba Enrique camuflaron la enfermedad durante años entre pruebas y visitas al neurólogo, hasta que un día en la consulta salió esa temida palabra, ELA, y el miedo fue el protagonista. Aun así, Mari viendo a Enrique muy afectado por la noticia, se armó de coraje y le dijo “ponerle nombre a lo que llevamos viviendo hace ya algunos años no va a cambiar nada, y tenemos que afrontar lo que venga como solo nosotros sabemos, queriéndonos y apoyándonos mucho”.

Tras el diagnóstico el siguió trabajando, adaptándose a cada cambio que se iba dando en su cuerpo y ella comenzó a conducir por él y a llevarlo todos los días al trabajo para que pudiese seguir llevando una vida lo más normalizada posible.

Desde ese momento, Mari se convirtió en una extensión de Enrique, cada vez más fusionados por el avance de la enfermedad y el aumento de la discapacidad, obligándolo a utilizar una silla de ruedas cuando habían transcurrido 8 años desde el diagnóstico.  

Con sus dos hijas todavía viviendo en casa, en todo momento intento que la situación no les afectase en sus proyectos de vida, y aunque ha podido contar con ellas en determinados momentos por circunstancias excepcionales, no ha permitido que eso fuese una responsabilidad añadida para ninguna de las dos.

Cuando Mari habla de cómo ha llevado los cuidados de Enrique, siempre dice que lo ha afrontado muy bien gracias a varios factores, entre los que se encuentran haber sido ama de casa, la lenta evolución de la enfermedad y lo buen paciente que ha sido su marido.

 

Enrique ha sido una persona muy llevadera, siempre intentando no dar más trabajo de lo que ya su propia enfermedad demandaba, pero claro, han sido muchos años juntos, desde los 14 exactamente, y cada suspiro, cada mirada, o cada bostezo permitían que Mari supiese que quería sin tener que verbalizarlo. Un ejemplo de ello es que antes de tener la televisión que funcionaba por voz, desde la cocina lo escuchaba bostezar y ya sabía que lo que estaba viendo no le gustaba, pero él no llamaba ni decía nada.

En cuanto a los autocuidados, Mari dice no haber tenido tiempo de pensar en ella, dado que sus días estaban dedicados únicamente a Enrique, aunque eso de manera indirecta, ella lo considera parte de su propio cuidado, porque la felicidad de estar a su lado y de poder disfrutar con él de momentos únicos, de sus hijas, de sus nietas, de las personas de la asociación que ya eran parte de la familia, y de todas las personas que los han querido y los siguen queriendo, hacía que se olvidase la existencia de una silla de ruedas y de que su vida estuviese plena. Además, nunca han dejado de hacer todo aquello que les gustaba a ambos, ir a la casa del Rocío, montar en coche de caballo (adaptaron uno para que Enrique pudiese subir), ser anfitriones en su casa de campo y un largo etc. de planes que les llenaban de felicidad.

Con el paso del tiempo, de manera consensuada, decidieron contratar a una persona para que les ayudasen, materializando esa ayuda en el acompañamiento de Enrique a salidas con sus amigos y momentos de ocio, permitiendo ello que ambos pudiesen tener sus propios espacios, algo muy necesario en una pareja.

 

La vida de Mari y Enrique contada así parece de cuentos, y aunque es cierto que algo de magia tenía, los días malos, los dolores, las horas interminables en las consultas, los ingresos, las complicaciones, los periodos de adaptación en cada avance de la enfermedad, las pruebas médicas y las noticias no esperadas también han estado presentes.

Para superar todos esos momentos no deseados, además de la familia y amigos, siempre han contado con el apoyo de la asociación de ELA de Sevilla y con la asociación ADEMO de Huelva, a la cual acudían cada día para recibir rehabilitación.