Hace tiempo que su mente vaga por los recuerdos de su infancia y adolescencia. Está con nosotros sin estar, unas veces callada, otras con una verborrea que intentamos descifrar para acabar no entendiendo nada. Siempre sonriendo, pero ya sin cabeza para ir descifrando el día a día.
Ella es mi abuela Pepa, 92 años de sabiduría de pueblo perdida por la demencia que padece desde hace más de una década. Es otra de las mujeres de la España Vaciada doblemente "olvidada": todos hemos olvidado que agacharon los riñones en el campo con los hijos al lomo y se olvidan las administraciones de los enfermos de Alzheimer y con otras demencias que habitan en el medio rural. No hay centros de día, ni psicólogos, ni personal especializado que les estimule al menos una vez a la semana. Y aquí entra la otra heroína de esta historia, mi madre, Mari, que cuida a la abuela día y noche, sin ningún tipo de formación, pero con esa dedicación que surge del amor, con muchas horas robadas al sueño porque la abuela se nos escapaba, qué ligeros andan, aunque les pesan los años y les rastrallan los huesos, porque no controla los esfínteres, porque algunas veces se niega a comer, porque se levanta de la silla y se tropieza, porque, en definitiva, es otra niña más, feliz de compartir pequeños ratos con sus bisnietos Alex y Lucía.
-Abuela, ¿quién soy?
-Pues quien vas a ser
-Pues eso, ¿quién soy?
-Pues, tú
No hay más respuesta. Le resulto familiar pero no sabe identificarme como nieta. Su memoria tampoco retiene que cada 15 días vienen a verla su otra hija, Cari, y su nieto José Carlos desde León. Ella es feliz con gente en casa, ¡qué más da el parentesco!
En ocasiones su mente vuelve al año 2021 y pregunta por su hermana María, enferma de Alzheimer e ingresada en una residencia de Benavente, pero la mayoría de las veces sus pensamientos regresan a la infancia y mienta a su madre, a Granja de Moreruela, donde nació y reside actualmente o Villarrín de Campos, donde vivió varios años.
Ni recuerda que se casó con el abuelo Jesús, que se quedó viuda con 56 años, que vivió de casada en Valle de la Valduerna, un pequeño pueblo de La Bañeza, en una casona que aún se conserva y en la que sus nietos se reúnen de vez en cuando en barbacoas o el tío Toño cuida la huerta que fue suya.
No tiene recuerdos nítidos desde que la demencia la desdibujó en 2010, pero de tarde en tarde balbucea palabras qué nosotros intentamos descifrar. En realidad, no sabemos qué está pasando por su mente, pero nos gusta pensar que su memoria no ha borrado toda una vida. A veces, los ojos se le humedecen y pensamos que se acuerda de algún episodio triste, de algún familiar desaparecido. Otras ríe y creemos que recuerda un momento feliz de su vida. Nos negamos a admitir que su cerebro esté en blanco.
La demencia si ha logrado "borrarle" el rostro. Cuando se mira al espejo no se reconoce y habla con ella misma. Ve en su reflejo a otra mujer y le gusta entablar una conversación con ella mientras se atusa con la mano su pelo plateado. Nosotros nos dibujamos una sonrisa con la situación, ¡qué vamos a hacer!, pero nuestros ojos reflejan la impotencia del que nada puede intentar ya por devolver a esa mujer de campo los rasgos que un día fueron suyos.
Han pasado los años y su cuerpo va menguando como lo ha hecho su mente, que ya ni siquiera le permite expresarse con claridad. Pero como la cabeza tiene estas cosas, como dicen en el pueblo, resulta curioso que en misa repita el Padrenuestro palabra a palabra, que se quite años cuando le preguntamos la edad o que cuente bien cuando Lucía le enseña los números: 1, le dice la bisnieta, 2, 3, le sigue ella.
Con 92 años su corazón resiste, aunque las piernas le pesan y arrastra esos pies cansados de tanto pisar campo. Ella no es consciente de que tiene conquistado a medio pueblo con su sonrisa, pero nos gusta pensar que percibe que la queremos, aunque tiene su carácter y se enfada cuando mi madre la levanta del sillón para cambiarle el pañal o cuando mi novio Alejandro le gasta bromas. "Te voy a dar un palo", le "advirtió" un día. Y eso sí que lo entendimos perfectamente.
El día que se vaya para siempre dejará un hueco en nuestras vidas y mi madre, seguramente, no sabrá qué hacer con la suya tras 11 años dedicada en cuerpo y alma a atender a su madre. La añoraremos, sí, pero también nos sentiremos felices de haber compartido sobremesas con ella, de haber reído con ella, en definitiva, de disfrutar cuidando a los que nos cuidaron.
Hoy, Día Mundial del Alzheimer, es justo recordar a todos esos hombres y mujeres que lucharon y sobrevivieron a tanto trabajo y que, ahora, como mi abuela, no recuerdan quienes fueron ni lo que dejaron atrás. Hay 44 millones de personas en el mundo con demencia, una enfermedad que no tiene cura.
Pero también es el día de homenajear a las cuidadoras, y lo pongo en femenino porque la gran mayoría son mujeres, de dar las gracias a las hijas de esas madres que un día tuvieron una vida llena de recuerdos; hasta que llegó el vacío.
¿Qué hubiera sido de esos padres con demencia sin la labor callada y abnegada de esas mujeres que dejaron a un lado su vida para dedicarla al cuidado sin descanso de sus progenitores? Nadie se lo pregunta, pero todo el mundo conoce la respuesta.