Joaquín y su esposa

Siempre he sido alguien corriente,

tan solo una persona más

que navega en el mar de gente

que forma la humanidad.

Nunca he hecho nada importante,

algo diferente y nombrable,

que sea único y aprovechable

y quede para la posteridad.

Tampoco sentí jamás

semejante necesidad,

será porque el destacar es de genios

y yo soy bastante normal.

Siempre suelo merodear el centro,

entre el medio y la mitad.

 

Pero guardo entre mis recuerdos,

la joya que en su momento,

me hizo sentir tan dichoso,

como se pueda sentir un genio

cuando logra que por un invento

le alabe la humanidad.

Lo mío no fue meritorio,

cualquiera hubiera hecho lo mismo

pero lo que vivió mi cariño

haciendo de cuidador,

atendiendo a mi mujer

en ese pequeño mundo,

que es el hogar de los dos

me hizo sentir tan distinto

como un genio inventor.

 

Aquella triste primavera,

en pleno confinamiento,

se presentó el duro momento

de su ingreso en el hospital

para que le operaran los pechos

en una sola intervención.

La tarde anterior fue preciosa,

bailamos en el comedor

abrazados como dos novios

que comienzan una relación.

Nos cantó don Juan Luis Guerra

su repertorio mejor

y nos besamos con fuerza

al escuchar  "Burbujas de amor",

en nuestra pequeña pecera

repleta de esperanza, cariño e ilusión.

 

La operación fue perfecta,

así lo confirmó el doctor,

cuando al salir del quirófano

la visitó en la habitación

para comentarle el resultado

de aquella intervención.

Tras dos días en observación,

entre cuidados de enfermería,

el médico le dio a ella el alta

y a los dos una alegría.

 

Salió de allí caminando,

aquella fue su decisión,

le ofrecí desplazarnos en auto

pero ella dijo que no.

Siempre ha sido valiente y decidida,

esta es su condición;

afrontar con verraquera

la más variopinta situación,

por muy complicada que sea.

 

Estar de regreso en casa

fue una enorme bendición,

como lo es para la sequía el agua,

como lo es para el frío el sol.

Su sonrisa desprendía templanza,

su silencio escondía el dolor

y la luz de su hermosa mirada

causó en mí tal admiración,

que se le escaparon las lágrimas

a mi emocionado corazón.

 

Había llegado mi momento,

se me había presentado la ocasión,

de demostrarle a mi querida enfermera,

que también yo soy capaz

de ser un buen cuidador.

 

Recuerdo la esponja por su espalda

en la ducha de los dos,

también nuestra hermosa peluquería

con sesión de secador

y sobre todo el tacto del algodón,

empapado en agua oxigenada,

acariciando las cicatrices

causadas por la operación.

 

Recuerdo que en la cocina

busqué siempre su sabor,

y que la limpieza de la casa

se me dió mucho mejor,

porque me ayudó su sonrisa

plena de satisfacción.

Recuerdo nuestras charlas

sentados en el comedor,

llenas de palabras optimistas

de incalculable valor.

 

A diario la cuidada, cuidó a su cuidador,

con esa fortaleza innata,

que ha heredado de su madre

y que en ella parece un don.

Esta fortaleza se basa

en el agradecimiento y la aceptación

y en una lucha constante

para afrontar cualquier situación,

por muy difícil que sea

y aunque cunda la desolación.

 

La vida, como los rosales,

se encuentra llena de espinas,

pero también, de tanto en tanto,

nos regala alguna hermosa flor.

Así su cáncer y nuestro dolor,

nos regaló la oportunidad a los dos,

de hacer aún más bonita

nuestra hermosa historia de amor.