Me presento. Las personas de la Residencia me conocen como “el principal”. Y no es que yo quiera destacar sobre los demás ascensores y montacargas de trote de la casa. Ni mucho menos. Pero es verdad, me han colocado donde me merezco estar. En el centro de la Residencia.

Mi lujoso y brillante revestimiento acristalado, la suavidad de mis frenadas, el silencioso ruido de mi motor de arranque y la relevancia de los números de mi teclado hace que no sea un ascensor cualquiera. Pero, les confieso, que también tengo mi punto de mal genio. Me enfado mucho cuando “el de mantenimiento”, rozando una ignorancia que le desacredita para el puesto, me llama el número 123, y me pone una pegatina diciendo que la revisión es correcta, en mis niqueladas paredes. No hay derecho a semejante acto de irrespetuosidad.

Pero bueno, voy a dejar de hablar de mí. El encargo no era ese. Les cuento que el pasado lunes tuve la visita del Director de la Residencia. Noto que le encanta pasearse en mí. Aunque también sé que no tiene tiempo para hacerlo tanto como le gustaría. Venia bien acompañado. Nada más y nada menos que por el Diputado de Obras Sociales de la Provincia.

- Que elegantes instalaciones- comentó el Sr Diputado al entrar.

- Si, todo nuevo. Hecho en función de las necesidades de las personas mayores. Estamos muy contentos con las obras de mejora acometidas- puntualizó mi Director.

- Es una pena que con esta pandemia no se haya podido hacer una inauguración oficial- comentó con añoranza el Sr Diputado

- Si, pero todo llegará. La verdad es que no hemos estado como para pensar en ello. Nos ha tocado trabajar duramente en medio de todo esto. No lo hemos pasado nada bien. Si estas paredes hablaran…- sentenció mi Director.

Y aquí me quedé.

Yo, que soy obediente hasta la médula. Que, si me marca el 3, allí que voy, que cuando me marcan parar, ni me lo pienso. No dudé en hacerle caso a mi Director y recoger en este escrito su sueño: “si estas paredes hablaran…”.

 

Hace poco más de un año que comenzó todo. De repente, a mediados de marzo, noté que me usaban menos. Bueno soy yo. Como para no echar en falta aquellos que vienen de visita y que siempre alucinan por mi belleza y eficacia. Algo pasaba y no tardé en enterarme. Demasiados rostros tristes y preocupados desde primera hora de la mañana. Demasiado silencio. Demasiados viajes escuchando el sonido de la rabia contenida, sin acertar a ver las lágrimas entre la mascarilla y la pantalla que todos se ponían ahora, pero notando que estaban.

La cosa era seria. Ya iba viendo los titulares de los periódicos cuando los subían a las plantas: Un virus, una pandemia, una amenaza para la humanidad…

Como me voy a olvidar de aquella mañana, cuando la Coordinadora de auxiliares subía junto a la gerocultora más veterana de la casa.

- Vamos a ver como se lo decimos. A ver como lo encaja. - Se dejaba ver la preocupación de Isabel

- Pues, como siempre lo hemos hecho. Con todo el amor del mundo. - Puntualizó Marta

- Ay Marta, pero esto es diferente. Nunca nos habíamos visto en una como esta. Decirle a María, con tan poco tiempo que lleva aquí, con todos sus años y sus achaques, que su hijo ha fallecido y que no puede ni ir al entierro. Yo soy madre y me hago cargo de lo que va a sufrir. -

- Si, Isabel. Pero es lo que nos toca con este dichoso virus. Lo vamos a hacer bien. La queremos mucho y eso nos va a ayudar. Ya verás. -

Las conversaciones en el ascensor son así. No da para mucho el trayecto. A veces es más lo que intuyo y siento, que lo que escucho. Y en esta mañana sentí, muy de cerca, el miedo, el fracaso, el dolor y la impotencia.

 

Luego llegaron días que difícilmente se me van a olvidar. Días en los que hasta los bomberos de la provincia venían a echarme un líquido con olor insoportable. Todo el rato limpiándome y limpiándome. Estuve por hacer una huelga y pararme hasta que alguien me explicara que es lo que ocurría. Pero me pudo mi entrega y vocación de servicio. Aguante, os lo puedo garantizar, lejía, desinfectante, mopas, bayetas y fumigadores.

Y así iban pasando las jornadas. Cada día era uno menos y uno más. Yo, que lo noto todo, veía el cansancio en todos los que forman la residencia. Los conozco desde hace muchos años y huelo cuando están dando todo, queriendo y cuidando hasta el extremo. Y ahora era uno de esos momentos.

Llevábamos ya semanas de esta manera, cuando un día, sin beberlo ni comerlo, comenzaron a llegar personas nuevas. Al caer la tarde comenzó el lio. Se me acabó la calma. Venga subir y bajar. Cada viaje con un residente nuevo y sus maletas. En uno de esos trayectos pude escuchar como dos auxiliares se lo contaban.

- A quien se le habrá ocurrido vaciar una Residencia para hacerla Hospital y desviarnos a nosotros todos estos nuevos Residentes. Así de repente…la que nos viene encima.

Efectivamente, teníamos plazas sin ocupar, dado que unos días antes de estallar la pandemia habíamos acabado las obras de ampliación. Y ante la necesidad de hacer hospitales en la ciudad, se había decidido utilizar nuestras plazas libres.

Por un lado, me puse muy contento. Me encanta recibir gente nueva en casa y embelesarlos con mi belleza. Por otro, me preocupaba el cómo se les iba a atender, y hacer que se sintieran en su casa.

Yo, lo tengo claro. No soy el ascensor de un hospital. Esto es un hogar, y tenemos que hacer lo posible para que todos encuentre su sentido y su espacio. Un nuevo reto, caído del cielo, para mí y para todos los que formamos este proyecto.

 

Los siguientes, fueron días intensos. Yo me iba aprendiendo los nombres y conociendo las manías de cada uno. Días en los que todos aparcamos el miedo e hicimos un paréntesis con la tragedia que nos contaban los noticieros, para lograr, nuevamente, hacer “familia”.

Para mí, un momento importante en cada día, era cuando bajaban la Coordinadora de Auxiliares, la Educadora Social y la Jefa de Enfermería a los despachos de Dirección.

Yo ponía todo el esmero del mundo en que fuera un viaje suave. Sabía que ese momento del día era vital. Allí revisaban la situación de todos y cada uno de los residentes, planificaban las medidas de seguridad que se iban a tomar, organizaban el trabajo del día. Sus rostros eran de preocupación, pero a la vez, de saber que tenían una misión importante entre manos.

- Salgo contenta de la reunión- se dejó decir un día la educadora- hoy, creo que, hemos conseguido ser creativos “hasta el infinito”, como decía S Vicente de Paul. Esto no va a poder con nosotros. -

Pues, ¿sabéis lo que os digo?: Que, si ella estaba contenta, yo también. Llevamos meses sin muchas alegrías y todos necesitamos empujones de esperanza.

Y así, iban pasando los días. Casi todos eran iguales. Ya me estaba acostumbrando a las miradas de cansancio y los viajes de silencio. Demasiado silencio, tenso silencio.

 

Lunes del mes de agosto. Desde el amanecer, me di cuenta de que algo pasaba. Los trabajadores que se habían ido de vacaciones hace pocos días, estaban de vuelta, la medico era la tercera vez que subía y bajaba, la seriedad de ayer me parecía júbilo al lado de las caras de hoy. No tardé en enterarme. El virus había llegado a casa. ¡Dios mío! Se me cayó el mundo encima. Me parecía imposible. Con todo el esfuerzo y cuidado que habíamos tenido.

Son esos momentos en los que uno se sostiene, sin tener muy claro de donde se sacan las fuerzas. Donde la impotencia se transforma en rabia. Donde el miedo se junta con la pena. Donde notas que se pone a funcionar, sin que tu hagas mucho para ello, los pilares que sostienen la vocación y, solo ellos, sujetan y te sujetan.

Es como si el mundo se hubiera parado. Un paréntesis que se nos abría y que no sabíamos cuándo ni cómo lo íbamos a ser capaces de cerrar. Pero así estábamos.

Si los días y meses de antes habían sido raros, ni os cuento los siguientes. Solamente puede ser el corazón el que sea capaz de mover la capacidad de cuidar y querer de mis compañeros. Solamente puede ser algo que yo no puedo explicar lo haga posible la entrega sin medida.

Me enteré de que casi la mitad de los Residentes y de los empleados habían cogido el virus. Me enseñaron lo que es estar asintomático y lo que supone vivir en cuarentena. Aprendí lo que es una PCR. Me di cuenta del sufrimiento, sostenido en la confianza que nos tienen, con el que familiares (desde sus casas) vivían cada día.

Os confieso que hasta pasados unos días, cuando las cosas se fueron calmando, no me di cuenta de que el matador virus, había entrado en la casa, como la más grande de las visitas. Todavía siento un escalofrió cuando recuerdo que fui consciente de que yo mismo lo había llevado hasta la primera planta. Y ni me había enterado. ¿Cuándo habría sido? ¿Quién? …Y qué más da. Ahora ya estaba aquí.

Y con nosotros pasó aquella última quincena del mes de agosto. Difícilmente la vamos a olvidar. Vino, se hizo hueco entre todas las medidas de seguridad, entró y aunque alguno lo paso peor que otro, no causo males mayores, y se fue.

Pero su presencia no fue en balde. Es verdad que con el tiempo fueron desapareciendo la fiebre, el cansancio y la sensación de no respirar bien. Es verdad que se fueron recuperando el olfato y las fuerzas. Pero había cosas que habían cambiado. Cosas, que yo lo notaba, ya nunca, iban a ser iguales.

 

En estos meses hemos tenido que desaprender muchas cosas, y darnos cuenta que somos más grandes, mucho más grandes que los problemas.

Desaprender que somos fuertes e intocables. Recordarnos que mañana, con el nuevo amanecer, todo se puede resetear y volver de otro color diferente al que me yo esperaba.

Desaprender a mirar solamente “lo mío”. Pedir permiso y saber escribir, también, la historia de otros. Escribirla a base de servicio, de entrega. Y después, aprender a leerla, juntos. Aprender a dejarme salpicar por ella. Aprender a disfrutarla.

Desaprender la queja fácil. Esa que aprendí desde crio y que hace que no disfrute de lo pequeño y sencillo. Descorrer la cortina y ver la luz (que siempre puede más que la oscuridad) el regalo de un nuevo día, la oportunidad de crecer y de ser feliz.

Desaprender que el dolor y el sufrimiento no son amigos de la felicidad. Que en la mayor de las desgracias uno puede encontrar el sentido, integrarlo en la vida y seguir, sin que nada sea igual, seguir.

Desaprender, por si quedaba alguna duda, que la Residencia no es un hospital. Que esta es la casa de muchos nombres e historias de vidas concretas. Recoger el encargo de cuidarlos, con el mimo que se cuida un valioso tesoro. Cuidarlos en su fragilidad y riqueza.

Desaprender a saber que todo lo sé. Mirar hacia arriba y buscar la complicidad de un Dios que nos hizo nacer y que nos quiere infinito y acompaña siempre. Y mucho más, en la fragilidad y debilidad.

 

Amigos. El que os lo cuenta, el 123. El “principal”, sabe que como mi vida…todo sube y baja. Todo baja y sube. Y que volveremos, aparentemente, a estar como antes. Pero os aseguro que solamente va a ser en apariencia…porque todo esto ha conseguido que hasta mis paredes hablen y os lo cuente.