Pancarta que pone "Ánimo a tope, un día más es un día menos".

En mi trabajo comparto las horas con personas que tienden su mano buscando ayuda, veo esos ojos tristes que reclaman mi atención, toco esos cuerpos lastimados que requieren cuidados, escucho esas palabras salidas a borbotones, observo esa miradas perdidas, acompaño ese deambular sin rumbo fijo, pero cada mañana al llegar a mi puesto de trabajo, cuelgo en la taquilla mi mochila, con mis preocupaciones y vicisitudes de la vida, me enfundo mi traje de trabajo y lleno los bolsillos de herramientas como la alegría, la paciencia, el optimismo, la honestidad y la empatía, que me permiten atender a cada persona en su integridad física y cognitiva.

Cada día renazco para ofrecer humanidad, que es el principal requisito para entender las necesidades de otro ser humano y al elegir, o esta profesión me eligió a mí, soy consciente de dedicar una buena parte de mi tiempo al cuidado de los demás.

 

Después de dedicarme más de 30 años a esta profesión, cuando creía que podía con todo, no físicamente desde luego, llega el coronavirus. Y…me siento pequeñita e indefensa y tengo miedo. Miedo a lo desconocido a tanta información desinformada, las compañeras de mi centro, o, yo así lo percibo, nos unimos, nos hacemos un puño, es enfrentarse David contra Goliat, nos seguimos formando para tener mas control, no hay medicina capaz de parar esta pandemia, adecuamos zonas para aislamiento, corre el desinfectante a raudales, ayudo a coser batas de protección, andamos escasos y la necesidad agudiza mi ingenio. Empiezan los primeros aislamientos, hay que esperar las pruebas, viene personal cualificado a tomar las muestras, enfundados en trajes, gorros, gafas…hay que esperar los resultados, el miedo, la incertidumbre me invade y lloro y alguna compañera llora y esas lágrimas son la única forma de desahogo que tanto necesitamos.

Evalúo junto a mi compañera la posibilidad de que salga la prueba positiva, nudo en la garganta, estomago encogido, pienso en las personas que cuidamos y sería catastrófico, patologías diversas, personas vulnerables.

Mientras las noticias de fallecimientos no cesan, los hospitales se llenan, en las residencias de ancianos se propaga el virus con gran facilidad, miedo, cansancio, hastío.

La prueba da resultado negativo, lo celebramos, hay emoción, pero no bajamos la guardia. Días de poner y quitar E.P.I.S. pero esos momentos que entro a las personas que se encuentran aisladas, procuro transmitir positividad, llevar alegría… las personas están cansadas de estar solas y también reflejan miedo y cansancio.

Las familias no pueden venir a visitarlas, intentamos de alguna manera cubrir unas necesidades, más físicas y estéticas, porque el cariño de la familia es insustituible.

Lo compensamos con videollamadas y mucho cariño. Las compañeras, hacen de peluqueras, tiñen, peinan, hacemos almuerzos, música y otras terapias que los entretienen y así han transcurrido unos meses larguísimos.

 

Por fin, un halo de luz, llega la vacuna y vamos mejorando lentamente. Comienzan las familias a visitar a sus seres queridos, hay lloros de alegría, pero no hay besos ni abrazos y poco a poco vuelve una normalidad comedida y con restricciones.

Atrás van quedando los momentos de incertidumbre por una fiebre, un malestar, un catarro…

 

Hoy me siento privilegiada y digo con orgullo que en mi centro residencial no hemos tenido ningún caso positivo, pero siento con profundo dolor, las perdidas humanas que ha causado esta pandemia, la soledad que han sufrido tantas personas y valoro el trabajo incansable de mis compañeros/as, que han sufrido el virus en sus centros, casas y en sus propias carnes. Han demostrado con su valía que la humanidad, entrega y disposición han sido el motor de sus vidas durante esos meses.

Me siento orgullosa de ser cuidadora de personas.