Manos agarrándose, protagonistas del relato.

Cuando decidí dejar mi piso y mi trabajo para cuidar de mi madre, lo primero que sentí fue vértigo, lo segundo miedo, y por último una oportunidad para que sus últimos años sean maravillosos. Pese a las numerosas discrepancias de amigos y familiares, que me decían que con veintinueve años me tenía que centrar en otras cosas, no cedí, y es la mejor decisión que he tomado en mucho tiempo.

Mi madre tiene Alzheimer precoz, con sesenta y cinco años ya es considerada dependiente de tercer grado. Fue profesora de educación infantil, siempre tuvo una sonrisa en la cara y nunca tuvo una mala palabra para nadie. Lo mínimo que merece es que la gente a la que quiere esté junto a ella y le ayude a sobrellevar la enfermedad de mejor manera posible, con armonía y diciéndole al Alzheimer cara a cara: no te la vas a llevar tan fácilmente.

Lo que más miedo me da actualmente es que deje de reírse. Apenas puede pronunciar alguna palabra, deambula por toda la casa, no sabe cuántos hijos tiene ni cómo se llama. Sin embargo, gracias al lenguaje no verbal, los gestos, ver a otra persona con actitud divertida, etc., ella se sigue riendo con todas sus ganas. Esto me hace muchísimo más fácil el cuidado, y por supuesto me inunda el alma de una alegría inmensa.

 

Pensando en su bienestar, tengo el día repleto de rutinas. Pienso que de esta manera no se desubica, no hay tanta confusión, los días son bastante parecidos y ella se siente tranquila. El aseo personal lo tomo como una fiesta, me río continuamente, me da igual tardar veinte minutos que dos horas. El solo hecho de que se siga peinando o lavando los dientes es una pequeña victoria para los dos y no estoy dispuesto a ceder al Alzheimer tan fácilmente.

También intento hacer estimulación cognitiva a diario, dejando uno o dos días a la semana de descanso. Al igual que para el aseo diario, lo intento pintar de la manera más lúdica posible. Ya que aún puede leer una o dos palabras, le pido que lea el nombre de su madre, un “te quiero”, “un beso”, etc., palabras que en su cerebro puedan encender un buen recuerdo, aunque sea por una milésima de segundo. Al fin y al cabo, la vida son instantes de felicidad, e intento darle los máximos posibles.

Otro de los actos que todavía realiza, y para mi alegría con bastante frecuencia, es dar besos. En cuanto tiene mi mejilla o mi frente cerca de los labios, me da un beso. También yo lo hago con frecuencia. En mi opinión, ya que no puede comunicarse verbalmente, es su manera de decir “te quiero, te quiero mucho, te quiero con toda mi alma y nunca dejaré de quererte”. Al saber que esta es su forma de comunicarse, yo me adapto a ella y también le cubro continuamente de besos. Que el resultado de esto sea que ella me lo devuelva o que al apartar la cara ella esté sonriendo, es un regalo del cielo.

 

Soy consciente de que el Alzheimer, con mayor o menor velocidad, acabará ganando la batalla, y sus risas y besos actuales se convertirán en semblante detenido y labios estáticos. Por esta misma razón, quiero disfrutar cada instante que podamos tener juntos en este momento, sin pensar en lo que fue ni en lo que llegará a ser. De esta manera, el Alzheimer no tiene cabida en nuestro pequeño mundo, le quitaremos la atención que tanto reclama.

Con todo esto, he creado una tendencia hacia la positividad que se convierte en un círculo vicioso con mi madre. Cuanto más feliz me ve, más feliz está ella, y eso me reporta más felicidad, etc., etc. Nadie decide tener Alzheimer, por ello un buen cuidado es imprescindible para la persona que lo sufre, que no se sienta una carga y que vea a sus seres queridos felices. Ya que ellos han olvidado sus recuerdos, no olvidemos nosotros quiénes son y todo lo que nos han dado.

Te quiero.