Entraste en mi despacho, interrumpiendo una entrevista con otros familiares. Tan solo para regalarme aquella pulsera que habías hecho en casa con tus propias manos. "Amor, te he hecho esta pulsera, ¿te gusta?”.
En cualquier otro momento, me habría enfadado, pero ese día al ver la ilusión que traías y el brillo de tu mirada, no pude. Me puse la pulsera y te di las gracias. Quien iba a decir que era nuestro último día.
¿Sabes qué?, el verdadero regalo no fue la pulsera, fuiste tú.
Últimamente te divertía mucho crear joyas con ese kit que te había regalado tu hija y obsequiar a todas las trabajadoras del Centro de Día. Era una forma de hacer frente a esa soledad no deseada que decías sentir.
Dicen que las relaciones más satisfactorias y felices son aquellas donde, día a día, se renueva el vínculo. La relación primaria que nosotras forjamos en todos aquellos años juntas me marcó para siempre. Es maravilloso tener una conexión tan especial con una mujer de otra generación y ver cómo nuestras historias de vida se iban entrelazando. Esa era la magia de nuestra amistad.
Eras especial, una mujer que desafiaba las normas impuestas, sin miedo habías trazado tu propio camino en la vida. Un espíritu sin temor a la crítica, te engalanabas con muchísimas joyas, símbolo de tu estilo inigualable. Te reconocía escuchando tus fuertes pisadas y golpes de bastón cuando venías a verme. Siempre tan divertida, con esas ganas de vivir y de ser feliz. Te encantaba sentirte especial, que yo te tratase de manera diferente al resto. Te describías a alguien nuevo diciendo: “Soy Corito, la amiga de Cristina, la directora”.
Desde el primer día, sentí que entre nosotras existía esa complicidad. Comenzaste a llamarme "amiga". Yo era muy jovencita, apenas 26 años recién cumplidos, estaba iniciándome en el mundo laboral, nunca había trabajado con personas mayores y quizás fue eso, por lo que te comencé a sentir como si fueses parte de mi familia, por puro desconocimiento, o eso creía. Ahora le pongo nombre, es la empatía del cuidador y es una habilidad que hay que poner en valor.
Nos reíamos, te reñía por coger cosas que no eran tuyas, no lo podías evitar, hacíamos bromas juntas a las demás, te perfumabas con mi colonia, venías a mi despacho a quejarte para que yo te protegiese y te dieran de comer lo que más te gustaba. Yo era tu persona de referencia, sabías que me tenías ganada y que te iba a consentir todo. Fuiste la “subdirectora” del Centro y te encantaba pregonarlo.
El día de tu funeral estuve acompañándote. Una misa solo para ti, repleta de familia y amigos. Todos los que te queremos estábamos presentes. Ojalá hubieses podido ver todo por un agujerito. No pude evitar sonreír al recordar aquellas confidencias y anécdotas que compartimos. Recordé cómo, cada domingo, mientras veías la misa por la tele… te arrodillabas y te asegurabas de tomar la pastilla del calcio cuando tocaba comulgar. Así eras tú, Corito. Única.
Vagamente recuerdo el día en que te escribí aquella nota. Seguramente fue para agradecerte uno de los tantos dibujos que me regalabas, siempre dedicados, "para mí amiga Cristina, que la quiero tanto".
En este mundo tan ajetreado, con tanto estrés y preocupación, a menudo olvidamos esos pequeños detalles, que no cuestan, que tanto ilusionan y que apenas nos roban tiempo.
Ese día no fui capaz de apreciar la trascendencia de aquella nota y cuanto acabó significando para ti.
Lo que sí alcancé a comprender el día que hablé con tu hija, fue cómo un pequeño gesto puede cambiar e influenciar la vida de un mayor… y lo poco conscientes que somos de ello. Para mi sorpresa, en tu mesita atesorabas la nota.
Los pequeños detalles significan más que las acciones grandilocuentes que no salen del corazón.
Ahora, en el rincón sagrado de tu urna, sé que reposa aquella nota, donde tu hija la depositó junto a tus cenizas, como testigo eterno de nuestra amistad, tan apreciada por ambas.
No fue fácil aceptar tu ausencia, no me salió llorarte, pero hoy escribiendo este relato no puedo evitar emocionarme.
“La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido” como decía Gabriel García Márquez, y tú sigues muy viva en mi memoria, querida Corito.
Cuánto me acuerdo de ti, cuánto me has enseñado sin tú saberlo.