Esta es la historia de una familia, dos padres y tres hijos. Las dos hijas mayores fueron niñas, el tercero y el pequeño de los hijos, fue un niño.
La protagonista de esta historia es la hija mayor, Lidia, que ahora tiene 42 años, siempre calzaba tacones, le gustaba el teatro, de hecho, hizo varias obras de teatro amateur, y recorría los Karaokes cantando canciones de Luz Casal o de Rosario Flores, disfrutaba cantando o actuando encima de un escenario.
Es posible que, en otra vida, ella fuera una gran artista, pero en esta no, en esta vida le tocó vivir un camino marcado por la enfermedad, enfermedad que nadie pudo frenar, pues era lo que el destino tenía preparado para ella.
Con 28 años, la depresión apareció en su vida, marcada por el cansancio extremo, la tristeza y cambios bruscos en su estado de ánimo. Lo que parecía una depresión, se empezó a tratar como era debido, visitó varios especialistas de salud mental y fue medicada frente al problema que parecía tener. La depresión que aparentemente la adolecía fue una falsa apariencia, que tapaba una enfermedad mucho mayor que crecía dentro de ella, sin que nadie se diera cuenta.
Con 30 años, empeoró, su musculatura se debilitó y fueron varias las caídas que tuvo, su cabeza empezó a jugarle malas pasadas, llegando a perderse en su propia ciudad. Las caídas y los olvidos de memoria que sufrió en esos años hicieron saltar las alarmas de la hermana mediana de Lidia, Sandra. Los demás no supieron verlo, pero Sandra si, ella habló con sus padres para llevarla a un neurólogo, que tras hacer las pruebas pertinentes y con los datos que la familia dio, reveló el verdadero diagnóstico de Lidia, tenía esclerosis múltiple en un estado avanzado y, además, una lesión en el cerebro, que crecía cada vez más rápida.
La misma tarde que el diagnóstico fue revelado, Lidia fue derivada al hospital, donde pasó 32 días ingresada con medicación y pruebas. La esclerosis múltiple frenó sus efectos físicos con el tratamiento, pero para su lesión cerebral era tarde, su cerebro había degenerado tanto que volvió a ser una niña pequeña totalmente dependiente.
Tras el alta hospitalaria y hasta día de hoy, Lidia necesita ayuda para casi todo, precisa apoyo para ducharse, hay que guiarla para recordarle dónde está guardada su ropa y hacer con ella ejercicios de memoria y de vocabulario.
No fue fácil encajar esta situación para sus padres y sus hermanos, al principio no sabían cómo cuidarla bien, cómo ayudarle e incluso luchaban inútilmente porque su cerebro volviera a ser el de un adulto.
Hoy Lidia tiene la edad mental de una niña de 5 años aproximadamente e intentan que sea lo más autónoma posible, va a un centro especial, donde estimulan sus capacidades físicas y aprovechan la capacidad cognitiva que conserva para que su vida sea lo más normalizada posible.
Los cuidados que precisa son muchos, camina siempre agarrada al brazo de alguna persona y hay que acompañarla en todas sus rutinas diarias. En ocasiones repite las mismas preguntas, preguntas que su familia se esmera en que memorice y así, pueda ampliar su vocabulario que quedó reducido por la lesión cerebral.
De esta historia se saca algo bueno, Lidia no recuerda los malos momentos de su vida, no tiene conciencia absoluta sobre la gravedad de su enfermedad y cuando le preguntan ella siempre dice con su voz, un tanto apagada, que es muy feliz con sus padres y hermanos, y también con su sobrino, pues ha sido tía hace muy poco.
Poco queda de Lidia, antes de su enfermedad, se esfumó el sonido de sus tacones, su voz cantando con la emoción, con la que ella lo hacía, se esfumó la hermana mayor convirtiéndose en la hermana pequeña, pues su enfermedad movió todas las piezas de esta familia. Sandra, la hermana mediana pasó a ser la mayor de la casa, los padres de Lidia necesitaron más que nunca de sus otros dos hijos para sobrellevar el dolor que causa, la enfermedad permanente de un hijo, y yo, que soy el niño pequeño de esta familia, tuve que aprender a ser el hermano mediano y madurar de un golpe para apoyar a mi familia.