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Nunca imaginé que tres letras —CHD8— pudieran contener tanto. Tanta incertidumbre, tanto miedo… pero también tanto amor, tanta fuerza y tanta transformación.

 

Mi nombre es Noelia, y soy madre de Yeray, un niño con una enfermedad ultrarrara llamada síndrome CHD8. Al principio, lo que predominaba era el desconcierto. Nadie nos hablaba de este síndrome. No había folletos, ni protocolos, ni certezas. Solo estábamos mi hijo y yo, con el corazón lleno de preguntas y el alma buscando respuestas.

Durante los primeros años, las convulsiones eran tan frecuentes que no salíamos del hospital. Las urgencias se convirtieron en rutina, y el miedo en compañero constante. Con el tiempo, llegó el diagnóstico, y con él la confirmación de que nuestra vida sería distinta. No solo emocionalmente, sino también en lo práctico, en lo cotidiano.

Tuve que dejar de trabajar. Era imposible compatibilizar un empleo con el cuidado de Yeray, cuando su salud era tan frágil y dependía de mí para todo. ¿Quién se hace cargo cuando él enferma, cuando hay que acudir a especialistas, terapias o revisiones médicas constantes? Nadie puede asumir esa responsabilidad si no es con amor y entrega total. Y esa persona, soy yo.

A veces se piensa que cuidar es simplemente “estar ahí”, pero cuidar es mucho más: es sostener, anticiparse, luchar por recursos, por derechos, por una atención adecuada. Es dejar tu vida en pausa, sin redes suficientes, sin descansos, sin seguridad económica. Y aun así, hacerlo con amor, porque Yeray lo vale todo.

Pero también he aprendido a mirar la vida desde otra perspectiva. Yeray, aunque no hablaba con palabras, encontró en la música una forma de expresarse. A través del ritmo, del movimiento, empezó a comunicarse, a abrirse. Esa conexión con la música es su luz, y también la mía. En los momentos más duros, él bailaba. Y ese baile me enseñó que la vida sigue, incluso cuando parece detenida.

 

Hoy, sé que muchas familias como la mía sostienen en silencio un mundo que necesita ser visto. Que no solo es urgente apoyar económicamente a las personas cuidadoras, sino reconocer su labor, darles descanso, acompañarlas en vez de dejarlas solas.

Este camino no lo elegí, pero sin duda, me eligió a mí. Y aunque ha sido duro, volvería a recorrerlo si al final del sendero me espera siempre Yeray, con su sonrisa, su música… y su alma luminosa.