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No fue una renuncia. Fue una elección.

Cuando a mi madre le diagnosticaron Alzheimer, su mundo comenzó a apagarse poco a poco. Y entonces, decidí dejar todo. Dejé proyectos, pausé planes y regresé con ella. No por obligación, sino por amor. Después de 20 años fuera, volví a casa.

El mundo que ella conocía empezó a deshacerse poco a poco, como una fotografía que se va borrando. Y yo, sin pensarlo demasiado, decidí estar.

Abandoné la ciudad, con todo lo que eso implicaba: el trabajo, la vida activa, los amigos, los planes. Me fui al pueblo, a lo rural, al silencio. A ese lugar donde todo pasa más lento, como ella empezaba a moverse. Allí volví a ser hija, pero también cuidadora, compañera, sostén.

Muchos ven el cuidado como carga. Yo lo vivo como presencia. Estoy con ella en los olvidos, en los silencios, en las confusiones. Soy sus recuerdos cuando los suyos ya no están. Soy su compañía cuando el mundo se le vuelve extraño. Soy aquella persona a la que mira cuando necesita referencias porque nada le es familiar.

No es fácil. Hay días de cansancio, de rabia, de duelo anticipado. Pero también hay ternura, gestos sutiles llenos de sentido, y una conexión invisible que solo entienden quienes han cuidado y cuidan desde el alma.

 

Cuidar a mi madre es despedirme de ella poco a poco, sin que ella lo sepa. Pero también es honrar su vida, su historia, el linaje femenino y el amor que un día ella me dio, sin pedir nada a cambio. Es sentirla como un lugar de encuentro, donde te reflejas y en cada una de sus miradas encuentras en ti aquello que te dice; es saber interpretar cada señal vivida a su lado y ponerla en su beneficio; es mirarla con dignidad y amor.

Cuidarla es un viaje inesperado. A veces tierno, a veces durísimo. Porque soy sus recuerdos cuando los suyos se empiezan a esfumarse. Soy su calma en medio del desconcierto. Soy sus pies, su reloj, su abrazo. Pero también soy mujer con miedo, persona cansada, que muchas veces duda. Y que en medio de tanto silencio escucha voces internas que me hacen titubear sobre mi futuro.

Nunca pensé que cuidar implicara tanto silencio. Al principio, llegaba con las manos llenas: tareas, medicinas, horarios, todo en orden. Pero tú no me miras los brazos, me buscas los ojos. Quieres saber si estoy contigo, no solo para ti.

Entonces aprendo a cuidarte despacio, a cuidarte conscientemente.

A sentarme a tu lado sin reloj. A escucharte cuando ya no usas palabras. A entender que no es solo el cuerpo lo que necesita atención, sino tu alma desorientada, tu emoción sin nombre, tu memoria quebrada.

Cuidar con consciencia es bajarme del papel de “quien sabe” y acompañarte sin certezas, pero con amor. Es observar tus gestos con respeto, darte espacio cuando lo pides sin voz y ofrecerte mi presencia como abrigo.

También es mirarme a mí. Saber cuándo necesito ayuda, cuándo me puede doler demasiado, cuándo debo soltar la culpa de no poder con todo.

Porque cuidar con consciencia no es solo estar. Es estar de verdad.

Y en ese estar, te encuentro. Y me encuentro también a mí, más viva, más humana, más humilde. Porque cuando cuidamos así, algo en nosotros también sana.

 

Hoy, con lo aprendido a tu lado, acompaño a otras personas que cuidan. Las escucho, las sostengo, les recuerdo que su entrega también merece cuidado. Porque cuidar con consciencia no se enseña solo desde la teoría, se comparte desde el alma. Y la mía sigue llena contigo. Por eso acompaño a otros cuidadores/as a cuidarse, a entender el cuidado de forma positiva y consciente, porque eso lo he aprendido contigo.

Este testimonio no es para que me vean, es para que no olvidemos que cuidar también es una forma de vivir con dignidad, y que quienes cuidan merecen ser vistos, sostenidos y reconocidos.