Me llamo Gisela Aldana, soy una mujer de 59 años de edad con discapacidad físico-motora.
He vivido con mi madre toda una vida y a pesar de que somos tres hijos, soy la que siempre ha sido más cercana a ella, por empatía, porque nos tenemos paciencia, y desde que nací, nuestra relación fue muy dependiente; en ese entonces era yo quien necesitaba de su cuidado.
Esa situación de dependencia, en un momento de mi vida me afectó, pero cuando me convertí en madre de Francisco, y sobre todo hoy, que me he transformado en la cuidadora de mi madre he entendido lo que implica asistir a alguien que lo necesita. Todos precisamos del cuidado y la protección de otros, aún como adultos demandamos atención y experimentamos momentos de fragilidad y vulnerabilidad, pero cuando enfrentamos la vejez descubrimos otra sensibilidad, nos hacemos más conscientes de la situación de abandono a la que nos exponemos si no hay alguien a nuestro alrededor que nos comprenda y nos trate con humanidad.
Ser cuidador implica un reto, es una prueba para medir la paciencia, el amor, y la humildad: valores que obviamos cuando olvidamos que servir a los demás es una ley de vida fundamental.
Francisca es mi madre, pronto cumplirá 91, ya han pasado 10 años desde que enfermó. Confieso que estos largos años han sido los más difíciles que he vivido. La depresión apareció y con ella la duda, la preocupación y sobre todo la desmotivación fueron en aumento en los últimos tres años, sin darnos cuenta, la vida nos cambió radicalmente a ambas. Ella me llama mamá cuando se le olvida que soy su hija, y yo la llamo hija cuando sé que es mi madre.
Mamá siempre fue una mujer de carácter fuerte, lo que le añadía a su personalidad exigencia, energía, posesión y dominio. La vida, desde el principio, fue dura con ella, pero cuando enviudó trágicamente “ajena al dolor y el sentir artero, llena de la ilusión que da la fe” abrigó en su seno a sus cinco pequeños, cual gallina con sus polluelos, y los protegió hasta que nuevas pérdidas se sumaron.
La muerte siempre la rodeo: ahora le había quitado a tres de sus hijos, no le había bastado con llevarse a mi padre, sino que se había ensañado contra ella.
Un día cuando había sobrevivido a todo, de pronto comenzó a fragmentarse, y como cuenta García Márquez que les sucedió a los habitantes de Macondo, ella había comenzado a olvidar. De pronto había perdido la sazón, sus zapatos habían cambiado de dirección, ya no se reconocía frente al espejo, los temas de conversación se tornaron repetitivos y su carácter se acentuó al sufrir una crisis depresiva que la transformó en una mujer con trastornos de conducta: fuera de control. Esta trasformación se resumió en un diagnóstico médico: paciente con Demencia mixta y Alzheimer.
Ser su cuidadora me ha exigido dejar de ejercer mi profesión como enfermera para dedicarme tiempo completo a ella. Muchas veces me he preguntado: ¿por qué me tocó asumir este compromiso?, y vienen a mi mente un abanico de palabras como respuesta: amor, responsabilidad, solidaridad, reciprocidad y satisfacción personal. Asearla me permitió acercarme más y poder comprender al ser que se esconde dentro de una piel frágil, marchita por los años. Llegar a la intimidad de una mujer valiente que jamás se dio por vencida y a la que tantas adversidades agobiaron hasta arrinconarla en sus propios pensamientos, ha sido el resultado de la atención diaria.
El Alzheimer se instaló en su memoria progresivamente, es producto de esa mirada nostálgica y profunda que tantas veces cautivó por su belleza y encanto. No solo ella está aislada, las dos estamos en orillas diferentes frente a frente, con un rio de recuerdos que nos separan y nos convierten en seres desconocidos.
Esta dedicación exclusiva me ha producido insomnio, tristeza, miedo, ansiedad, estrés, culpabilidad, aislamiento y sobre todo soledad. La enfermedad de mi madre también se ha reflejado en mí, he tenido que afrontar crisis familiares y económicas para adquirir los medicamentos que amerita.
En los meses de pandemia por el COVID-19, su enfermedad se acentuó más, debido a que perdió la coordinación motora que la imposibilitó para caminar. Movilizarla se ha tornado una tarea compleja, dada mi condición. El encierro, el aislamiento y la falta de contacto con los demás han desencadenado mayor inapetencia y agresividad, esto último, ha sido tan reiterativo que debo mantenerla bajo contención mecánica, para evitar que nos lastime a ambas.
Mi ayuda inquebrantable es Dios, también cuento con el apoyo de mi hijo, ocasionalmente de Alexis, mi hermano, y de algunos amigos y familiares que siempre tienen una palabra de motivación que me permite renovar fuerzas.