Comienza el día y el trasluz de una ventana expande la misericordia sobre los cuerpos. La cama alberga el cariño de tiempos anteriores, fortalecido por el roce, constante, reciente, de un par de gatas, amorosas, dan los buenos días a mis padres. Mamá se levanta, saluda a Catira y Negrita, esta última se arrima a los pies de Papá quien sigue durmiendo un poco más. No faltará mucho para que él descienda a la cocina. A esta hora puedo sentir sus pasos, fuertes, sobre la terracota que cubre los escalones.

 

De niña pude seguir la construcción de aquella casa, inmensa, llena de laberintos indescifrables, la fuimos poblando, un cuarto para cada quien Hoy se les hace grande… el recuerdo sigue latente, estas líneas son parte de mi fe. Sé que a esta hora mamá estará haciendo el café, aunque no comerá realmente hasta que mi padre pueda demostrarle su habilidad en la cocina, entonces le hará unas arepas con perico, es decir, un par de huevos batidos con tomate, cebolla, algo de pimentón, y si tienen, algo también de jamón. 

Mamá fue entrenándose a levantarse muy temprano, cercano a las cinco de la madrugada, para llegar mucho antes a dar clases en una secundaria no tan cercana. Ahora, jubilada, sigue el ritual, prepara el café con leche, y un bocado, una pequeña arepa con mantequilla. La acompaña Catira, a sus pies, pidiéndole un poco de masa, mojada en café.  Mamá se acuerda que debe llegar temprano al quiosco de la esquina, donde Juan, el portugués, le aparta la prensa del día, pero no por mucho tiempo… Deja el café, y le avisa a Papá: ya está listo.

 

Afuera, la calle recibe el agitado cuerpo de ella, quien va saludando a todos, incluso, hasta los perros callejeros que mueven la cola entusiasmados por su presencia. Llega al quiosco, paga y recibe la prensa predilecta de papá. De regreso a casa, en el ascenso por la colina ya se siente el olor desprendido del budare, el aroma inigualable de unas manos, la experiencia mezclada al afecto, la habituación hecha instinto.

Puedo sentir el mismo olor a esta hora, puedo trazar la singular trayectoria de esas mismas manos sobre mi cabello húmedo, regreso de jugar, toco sus manos, veo el Padre Nuestro tallado, justo en el momento en que entra Mamá seguida por Negrita, la ha estado esperando, confiada, sabe que recibirá su comida junto a Catira, esta ha permanecido más bien tranquila, sobre una de las sillas, la de Papá que está aún tibia. Él ya no está en el comedor, ahora está frente a las imágenes de la tele, donde pasan el juego repetido de béisbol, anoche no logró ver cómo terminó, lo sospechaba, lo confirma cuando mamá le da el periódico. Ella le dice: ¿Comiste? Aquí están tus pastillas. ¿Te inyectaste? Él le dirá: sí, sí, yo sé lo que hago, tranquila…  Mamá sospecha, va a la nevera, y confirma lo dicho, la inyectadora, el frasquito con insulina, los estudia bien, se da por satisfecha. Sale.

 

Va presurosa a atender a su madre, mi abuela, quien ya ha iniciado sus noventa, como todas las mañanas, la ayudará a levantarse, ir al baño y darle su desayuno, luego habla un poco con ella hasta que se levanta su otra hermana, y hacen cambio de turno.

 

Es cuando Mamá regresa con Papá. Irán al mercado, comprarán algunas frutas y verduras. Papá de ir acompañado, ha pasado sus ochenta años con una diabetes a cuestas…Por eso siempre Mamá le prepara una pequeña merienda por si le da una bajada de azúcar (ya hemos pasado por esto). A media mañana le da la merienda, han hecho un stop entre las horas de compras, descansan comiendo, un poco de pan, otro poco de café.

Regresan a casa. Papá entusiasmado, alegre, agradecido, ha escogido lo mejor al menor costo. Prepara el almuerzo. Mamá vuelve a ir donde la abuela. Le comenta las novedades: unos ciegos seleccionando zanahorias, el viejito isleño que todavía las vende, un murciélago que salió debajo de un camión lleno de calabazas… El relato va adquiriendo fuerza cuando ya la abuela casi termina su comida, de la mano de mamá. Bocado tras bocado, amor tras amor. Cuando lo hace la abuela le va recordando cómo ella hacía lo mismo con mamá cuando esta era niña. Le gusta que sea mamá quien la atienda, quien la bañe y le dé su comida, se lo dice y vuelve a repetir, mientras la otra hija, más bien impaciente, se dedica a limpiar la casa, y vigila que no entre más nadie, por el tema del COVID... Mamá dejará en plena siesta a la abuela, la ve sonreír mientras duerme, mamá confía que está haciendo bien… Puede irse a atender a papá.

 

En casa, escuchará atentamente a papá, la enésima historia de cuando se conocieron, de cuando fueron construyendo la casa, de los nietos en el exterior, de las peripecias de las gatas, del calor, de la lluvia, de las flores creciendo en la terraza… Suena el teléfono, la abuela ha despertado pregunta por ella, por mamá. Mamá sale.

La ayuda a levantarse, le sienta en el sofá, le leerá viejos cuentos que a la abuela le parecerán nuevos, algunos chistes, risas, una historia de Negrita que ha cazado un canario, parece que era de una casa cercana, hay que guardar el secreto… Pasan a un crucigrama, lo habían dejado abandonado, el domingo, cuando llamaron los nietos… Entonces pudieron ver por cámara cómo van creciendo, lejos, pero contentos, o al menos eso parece, ríen, se divierten… Suena el teléfono, Papá no encuentra las gafas, mamá llega a la otra casa… Es la hora de cenar, Papá y Mamá, disfrutan unos tallarines, Mamá come rápido, Papá dice: despacio, poco a poco, Mamá: ya comíRegresa donde la abuela, le da la cena. Hablan un poco más, se despiden, Dios te bendiga, hasta mañana.

 

En casa, Mamá guarda las gatas, un cuarto para ellas solas, para que no se salgan… Acompaña a Papá, pero él se quedará dormido viento la tele, Mamá sube, asciende… Sobre la cama, la emisora entona una canción conocida, se va durmiendo al tono de una vieja melodía… Sonríe, está satisfecha, ha cuidado de sus más pequeños, ahora puede descansar… 

 

Puedo sentir sus alas, llega hasta a mí para cuidar mis sueños… Al despertar, una luz sigue mis pasos.