Caminaba por delante de mí y me emocioné… Así, de repente, me di cuenta del proceso que estábamos viviendo. Cada uno el suyo. Madre e hijo. Hijo y madre. Y toda una vida a nuestras espaldas. Y mientras caminábamos, ella por delante de mí, el amor y la tristeza me invadieron ese momento y me entendí como cuidador.
Esto fue un día de este pasado verano en el que, por fin, pudimos salir y caminar juntos, tras muchos meses de vernos en el umbral de la puerta, casi sintiendo como si hiciéramos algo mal, para evitar des-cuidarnos y que el virus estuviera aún más presente de lo que estaba en nuestras vidas. Durante esos meses “encerrados” me peleaba al menos una vez al mes para que no saliese de casa para protegerla, pese a que se resistía y quería darse sus paseos. Una vez a la semana me descalzaba al entrar y le llevaba la compra a casa. Y todos los días conversábamos por teléfono para ver si necesitaba algo de fuera, para saber cómo iban los aplausos y las músicas de por la tarde, o para tener la excusa de que hablase con alguien cada día.
Este relato habla de los cuidados desde mi experiencia, entre madre e hijo, y cómo van evolucionando para adaptarse en cada momento y situación dentro de los procesos de envejecimiento y en este contexto de pandemia en el que debemos cuidar mucho más aún los cuidados y a las personas que los ejercemos y los recibimos.
La vida de mi madre fue especial, no más que la de cualquier mujer de su momento: pudo estudiar, pudo formarse, pudo trabajar… y conoció a un hombre, tomó la decisión de dedicarse a ser super-cuidadora de su familia, de sus hijos. Así consiguió criar a 3 varones, educarlos, atenderlos en casa y encaminarlos en aquello que consideraba lo mejor.
Los niñitos fueron creciendo, al igual que los gastos… y mientras el “peque”, yo, comenzaba poco a poco a ser autónomo, mi madre estudió mientras cuidaba y empezó a conciliar un nuevo trabajo a turnos con su familia, tras 15 años trabajando dentro de casa, para conseguir afrontar la vida que los años 80 y 90 con sus altibajos nos traía. Todo ese tiempo fue para mí de aprendizaje e implicó un hondo sello en el que aprendía a ser adulto y encarar la vida.
Con la adolescencia y hasta que tuve mis veintitantos me dediqué a no dejarme cuidar por mamá porque “yo ya era grande”, a identificarme con lo que soy, a cuidarme a mí mismo y ser un poquito egoísta. Desaprendí muchas cosas para rehacerlas a mi manera. Y poco a poco fui redescubriendo que recibir cuidados a veces no es fácil cuando has querido ser super-autónomo…
Hoy, en las puertas de mis 40 años, sigo en proceso de actualizarme y seguir aprendiendo. Por ello, comienzo a reconocer la necesidad de cuidar y de dejarse cuidar, aún sabiendo que ninguna de las dos son cosas fáciles y que la pandemia hace que extrememos la atención.
Mi madre, a sus setentaytantos se enfada muchísimo si digo su edad, pese a que ya me coge del brazo si no tiene dónde agarrarse al bajar las escaleras. Se enfada si le hablo despacio y cerca de su oreja porque perdió audición, pero ahora ya me consulta cuando tiene que tomar una decisión. Se enfada si le digo que no me ofrezca chocolate por mi salud, aunque me cuenta cómo se siente con lo que le dicen cuando tiene que ir de médicos…
En este paralelismo de asumir un nuevo rol que se intercambia, estoy aprendiendo a ser cuidador. Y aunque como cuidador he tenido durante años experiencias profesionales y formaciones, gracias a las cuales he aprendido a nivel práctico y teórico, el mayor aprendizaje lo estoy obteniendo en mi realidad. ¡Cuánto importan los cuidados! Más en este momento en que las personas más vulnerables están en el foco… Y doy gracias a que estoy teniendo la oportunidad con mi madre de ser un poquito mejor persona y ver a los demás desde un punto de vista más solidario para poder ayudar a mejorar nuestras vidas.