Me había mudado a casa de mis padres, que vivían en la capital, cuando ya estaba próxima a dar a luz, por otra parte, algo muy corriente en la época.
El objetivo era procurar lo mejor para el futuro bebé: ginecólogos privados, clínica privada, etc. Tal era la ilusión, que hasta el coche de papá quedaba todas las noches aparcado en dirección a la salida de la calle por si a la niña “se le ocurría parir de noche”.
Y así ocurrió. El bebé nació y todo fue perfecto, (o así nos lo pareció a nosotros), durante tres meses y medio.
Y, de pronto, sin previo aviso, llegó el mazazo, la oscuridad, la desolación y…la impotencia.
Porque el diagnóstico era certero e irreversible. Y, mi niño, con su vida en ciernes y un futuro que creíamos prometedor, empezó a morirse cada día un poquito hasta que desapareció y volvió a fundirse conmigo, ya que desde ese momento fui su cuerpo y su espíritu.
Pasé por todos los estadios: información exhaustiva para saber lo que me esperaba de por vida; renunciar a Dios, a la Vida, al Destino o a quienquiera que yo pensaba que era culpable…y, por último, después de un año de adaptación, ponerme a la tarea de quejarme menos y hacer más, o por lo menos todo lo posible.
A los doce años de todo esto y convertida en una experta en fármacos, terapias, discapacidad y recursos disponibles, decidí ponerme a estudiar una carrera, en concreto Psicología. Era lo único que podía hacer para relacionarme con profesionales en la materia, saber manejar términos y estar al tanto de que algún día se descubriera la tan ansiada cura o una ligera mejoría (también había aprendido que, entre una cosa y otra, existe un amplio espectro válido para alimentar cualquier esperanza).
Y ya han pasado 40 años.
Hablo en femenino singular porque siempre he ejercido de padre y madre, aunque mi hijo no es huérfano de ninguno de los dos.
Yo fui la que tuve que renunciar a una vida laboral fuera de casa, la que llevaba la agenda médica que medía de ancho diez centímetros, y la que hizo una Licenciatura, un Máster y tres Especialidades, entre otras muchas más cosas, de doce de la noche a tres de la madrugada, ya que aprovechaba el sueño de mi hijo para estudiar. (Bendita UNED).
A día de hoy estoy contenta con el camino recorrido, con la forma de enfrentarme a la adversidad perpetua y, por encima de todo, con la mirada de mi hijo que lo dice todo, lo entiende todo y lo sabe todo…
Su mirada lo sabe…