La primera llamada llega el día de mi aniversario de boda.

No sé por qué, pero no me sorprendió. Hacía tiempo que no te veía como siempre, pero…será la edad.

 

Aquel 26 de agosto tardé 20 minutos en hacerme una maleta para cuatro días y en dos horas ya estaba en el Hospital Comarcal de Laredo. Me recibiste con una sonrisa forzada, mezcla de alivio por verme y angustia por estar allí.

 

Pronto nos hicimos las “reinas del hospi”. Paseábamos por los pasillos gotero en mano, o lo que nosotras llamábamos, la “Procesión del Santo Gotero”; horas y horas de ruta en las que repasábamos puntillosamente los dramas de los demás, y lo que no sabíamos, nos lo inventábamos. No había otro entretenimiento y era obligatorio reír. Y siempre me decías: ese está peor que yo, ¿verdad?. Asomábamos la cabeza por las rendijas de las ventanas medio abiertas, anhelando el aire y la libertad del otro lado. “Ya queda menos, chica, no te quejes que en este hotelito de playa nos limpian la habitación y te dan de comer ¿qué más queremos?”

 

Toca traslado, en Laredo poco pueden hacer ya y conviene que te acerques a casa. Nos vamos a Logroño. Próximo destino: Hospital San Pedro.

 

Pocos días después nos dan la noticia. Reunión familiar a escondidas, pero Dios, eras lista, nos pescaste a todos en la sala de espera a sabiendas de que era día de labor y teníamos que trabajar. Con tu perenne sonrisa dijiste: “¿por qué estáis aquí? No hace falta que me escondáis nada, ya sé que tengo cáncer”.

 

De septiembre a diciembre todo se vuelve caótico. Entradas y salidas, pruebas y más pruebas, días de hospital que se hacen eternos y sólo un objetivo: que no perdieras esa sonrisa. Cada minuto que la vida me dejaba libre lo dedicamos a estar juntas. Te diste cuenta de que a mediodía no me daba tiempo de comer y empezamos a traficar con las raciones de comida hospitalarias: yo me llevaba un tupper que llenaba con lo que tú ya no eras capaz de comer. Visto de fuera parece un acto algo miserias, pero desde de dentro era un pacto madre-hija, era tu objetivo del día, aquello por lo que ese día te habías despertado y que por lo menos te daba algo que hacer y en qué pensar, que no fuera tu enfermedad.

 

Luego tocaba paseo pasillero, café de vending y ponernos al día sobre las cosas del hospi. Nuevos vecinos, que enfermera tocaba hoy, quien vino a limpiar, revisión visual de compañeros de habitación...Y la conclusión siempre era la misma: ese está peor que yo, ¿verdad?.

 

 

Las mañanas se hacen largas, las tardes más. Pero para mí es una contrarreloj. Correr vuelta al trabajo, correr para poder dejar mi propia familia dispuesta, correr para cenar algo, preparar mis trastos y poder estar de vuelta contigo lo antes posible. Llego, tu cara cambia, vuelve esa sonrisa que para mí nunca se fue. Y vuelven nuestras tonterías: empiezo a hacerte dibujos en el reverso de las tarjetas de la comida, flores que decoran una anodina habitación. Esto hace que cada persona que entra se interese por ellos, te pregunte, te de conversación. Incluso se quieran llevar alguno. ¡¡Por dios, mamá, dáselos todos si les gustan!! 

 

 

 

Llega la noche, todo el mundo duerme, pero nosotras somos guerreras. ¿Qué pasará si salimos de aquí? Probemos…

 

Nos escapamos por los pasillos, bajamos a la capilla, entramos en los office de las enfermeras, nos metemos por las salidas de emergencia, nos pilla el guarda jurado… y -perdón, esto es un delito- a escondidas te llevo tu tabaco y tu mechero. Te animo a fumar, bajo una ventana abierta y colonia en mano, prometiéndote que si alguien entra juraré que el cigarro era mío. Volvemos a la habitación riéndonos por las maldades cometidas, atrevimientos que realizas bajo los efectos de sustancias legales, (y lo sabes), pecados veniales necesarios para sobrevivir a la pena.

 

Es enero y ya no habrá más ingresos. Paliativos te atenderá en casa. Bien…somos libres mamá. Ya no dormiré más noches en un sillón. Ahora lo haré en tu casa.

 

Ya no podemos hacer maldades de hospital. Nos dedicaremos a otras cosas. Me esperas siempre a cenar, aunque yo llegue tarde y tú no tengas hambre. Nos hacemos expertas en elaboración y cata de bizcochos. Es casi lo único que comes y pruebo todas las variedades que conozco. Me especializo en el de nata. Dios, ese sí…en ese hemos dado en el clavo.

 

Madrugo mucho y caigo pronto. ¿Para qué vengo si casi no te puedo acompañar? Necesito una actividad para estar despierta por la noche las mismas horas que tú. Ganchillo. ¡Eso es! Me encantaría tener una foto de esa estampa. Las dos recostadas en una cama de 90, tú haces puntillas para un mantel, aunque ya solo haces y deshaces porque no te sale bien, y a mí me da por hacer muñequitos. Amigurumis, oye, se llaman. Esa pequeña colección que, al igual que pasó con los dibujos de las tarjetas de la comida, también dan tema de conversación a las enfermeras y médicos que pasan por tu casa para atenderte.

 

Es ya casi el único entretenimiento que nos queda.  Yo tejo para ti, tú me das tu opinión. Y todos ellos te hacen compañía cuando yo no estoy, y sonríes al verlos.  Esa sonrisa que jamás has perdido.

 

 

Se agota el tiempo. Ya no haces ganchillo. Ya casi no comes. Ya casi solo duermes. Las noches es el único rato en el que la consciencia funciona. Me he trasladado a dormir a tu cama. Contigo. Juntas. Solo Dios sabía cuántos días podría hacerlo…

 

Gracias. Gracias al personal sanitario del Hospital de Laredo cuyos nombres ya no recuerdo, pero cuyas caras llevo en el alma. A la cocinera del restaurante que no quería verme comer sólo ensaladas y me preparaba enormes tortillas francesas. Al personal sanitario del Hospital San Pedro de Logroño:  A Ramón Baeza por su tacto en darnos la noticia. A Alicia, Teresa, Amaya y demás enfermeras y auxiliares que tanto nos quisieron. A todos los integrantes de paliativos; no os conocí, pero ella hablaba maravillas. A nuestros “compañeros de hotel” que hicieron de su propio drama un apoyo. A mis amigos de Spa Mercedes, sin cuyo ánimo cada mañana yo no podría haber seguido adelante.

 

Y a todos los que cuidaron a la cuidadora.