Primero hay que limpiar la herida con suero fisiológico. Luego desinfectar con betadine. Se enjuaga otra vez, y se deja secar. Ya solo queda un paso.

 

En ese curioso gesto que aparece al concentrarse en un trabajo meticuloso, apreté suavemente la punta de la lengua entre los dientes. Hice un último corte con las tijeras y me quedé con un cuadradito de apósito de plata. Es una maravilla para acelerar la cicatrización, y además es anti bacteriano (todo esto y mucho más lo aprendí durante los meses de hospital). Con cuidado, lo sostuve entre el índice y el pulgar, lo centré y coloqué sobre la pierna de mi chico.

 

Bueno...sobre su muñón...El de la pierna izquierda, más concretamente. La piel que lo cubre fue injertada desde el abdomen, es fina y delicada como el papel, y cada dos por tres se abre por el contacto con la prótesis. Tras comprobar que se había pegado bien, lo celebró con una ancha sonrisa y un ¡Gracias pupina! Pero no quiero distraeros. A ver…¿Cómo resumo todo esto?

 

A principios de 2018, un día como otro cualquiera, Davide —veinticuatro años, sano, fuerte—empezó a encontrarse mal. Lo que parecía una gripe en unas horas se desenmascaró como una sepsis meningocócica que por poco acaba con él.

 

Contra todo pronóstico, Davide sobrevivió. Venció a Goliat. Sin embargo, sobrevivir a semejante guerra difícilmente sale gratis. En el camino, perdió sus brazos y sus piernas. Fueron cuatro amputaciones, seis operaciones más para hacerle injertos de piel, y tres meses de ingreso hospitalario.

 

Estar al pie del cañón fue natural para mi. Estaba vivo, y eso fue lo único que me importó. Conseguiríamos salir de aquello.

 

Desde el primer día empecé a enseñarle fotos de prótesis, me informé como si no hubiera un mañana, contacté con mil personas, hice montones de papeleos, monté una recaudación de fondos para conseguir esas prótesis —que conseguimos gracias a la solidaridad de la gente—, y durante meses fui sus manos: le ayudaba a comer, beber, ducharse, vestirse, y empujaba su silla de ruedas.

 

La escena de las curas fue una rutina diaria durante muchos meses, pero ahora no suele ser así, porque ¿sabéis qué? Él también cuida de mi. Me curó el alma cuando se despertó de su primera amputación con una sonrisa y declarando querer vivir por encima de todo. No necesité más que esa sonrisa para que se derritiera el glaciar que se había instaurado en mi interior.

 

Durante todo el proceso no se quejó, no se permitió hundirse, miró hacia delante. Aceptó que sus extremidades ya no formaban parte de él, y se sintió aliviado cuando se las extirparon.

 

Ha cuidado de mí cada día con su valentía, con sus ganas de vivir, con su esfuerzo y perseverancia, aprendiendo y perfeccionando en tiempo récord cada gesto con sus prótesis para volver a ser totalmente independiente. Porque Davide podría haber elegido que yo tuviera que ayudarle en todo para siempre, pero prefirió esforzarse para que tanto él como yo retomáramos una vida extraordinariamente normal. Hoy día limpia y desinfecta sus heridas, recorta apósitos de plata, conduce, cocina, viaja solo, prepara el café, y nada lo frena.

 

Cuidar de nosotros mismos y de los demás hace de la vida un lugar luminoso y cálido, con brisa marina y olor a jazmín. Cuidar es amar. Cuidémonos siempre.