En las últimas visitas ya notamos que no estaba bien. Se mantenía sola, sentada en la oscuridad, sin encender la tele.
El mundo se había parado desde el momento en que Gerardo nos dio su último adiós.
“Nuestra vida, llena de sobresaltos, no da para más” – comentábamos cada vez que encarábamos el camino de vuelta a Madrid. “No podemos hacer otra cosa. Ya se encarga tu hermano de todo y le debemos agradecimiento por tantos años de dedicación”.
Estábamos preparando las navidades en la Asociación: nochebuena, nochevieja. Ya teníamos apalabrado el salón de actos para la celebración. Este año sería el 29 de diciembre. Esa misma noche, con el pijama puesto, agotábamos los últimos minutos de otro día que había transcurrido entre actividades, sesiones de terapia y gestiones de última hora. Cuando sonó el teléfono sólo pensábamos en el último parte del día.
Un silencio profundo inundó la habitación. Nos miramos y asentimos. Había llegado la hora. Una operación de rodilla nos ponía patas arriba. No podíamos decir que no. Entendimos el mensaje: ¡Kika se viene con nosotros! Una visita al IKEA para comprar el colchón y un pequeño armario, sacar el sofá al salón, recuperar el sofá abatible que usara mi padre…
El día 2 de enero salí con furgoneta rumbo a Jaén. Cuando llegué, todo estaba preparado: medicación, pañales, recetas, abrazos, lamentos. Estaba más deteriorada. Nos costó subirla a la furgoneta. Tenía un peso liviano, pero inerte y nos fuimos “pa Madrid y sin remordimiento”.
Con su vestido negro y su mirada perdida iniciamos el camino. El nombre de Bonifacia salía por su boca de forma intermitente y aleatoria. Me preguntaba quien sería Bonifacia y haciendo de tripas corazón decidí no hacer ninguna parada para llegar cuanto antes. Hacía un día claro que iba tornando violeta con una puesta de sol impresionante que sólo percibían mis ojos.
Cuando la subimos en brazos, todo estaba a punto. Ya estábamos en casa.
Recordamos los días pasados junto a Gerardo hace ya unos años. “Él lo hubiera querido así” – pensamos los dos en silencio.
La primera noche fue toledana: gritos, movimientos y pérdidas. Nuestras ocupaciones seguían a la mañana siguiente y estábamos ante el reto de intercalar cada melodía laboral al nuevo ritmo de cuidadores. Hace 7 años trabajamos como psicólogos en los grupos del programa “Cuidar al cuidador” del Ayuntamiento de Madrid. Los recuerdos de personas entregadas se nos agolpaban en estos momentos en los que nos tocaba saltar al escenario.
Kik, que así la llamábamos por aquello de “cállate kik”, no nos lo puso fácil y pasaba de ser el coche fantástico de camino al baño, cuando lo pedía; a ser la alumna más indisciplinada del profesor Miyagi. Ella, siempre seductora, nos captaba la atención requiriendo colocaciones imposibles de cojines sueltos, hasta que parábamos el tetrix en cualquier posición, siempre indeseable.
Una mañana que se levantó rebosante de energía nos planteamos como aprovecharla. Habíamos probado con el punto, pero ya no estaba apunto.
Entonces se nos ocurrió una ida descabellada. Yo tenía montones de papel reciclado. Lo cortamos en pequeños trozos y la armamos de bolígrafos de colores. Ella empezó a emborronarlos con trazos que variaban según su estado de ánimo. Lo que parecía insidioso al principio comenzó a interesarle.
Pensamos que podía ser una forma de trabajo y una ocupación digna. Le dijimos que cada dibujo suyo valía 150 pesetas y que había un señor que nos los compraba. Nos miraba con cara de entre perplejidad y asombro, y se le iluminaban los ojos cada vez que al final de la jornada le dábamos su jornal.
Tenía que contar los que había hecho y empaquetarlos para poderlos vender.
La comida que entraba en casa era gracias a ella y sin su trabajo no podíamos afrontar el mes de ninguna manera.
Una tarde, antes de salir de casa al trabajo, nos clavó los ojos diciendo: ¡Ea! ¿Y para qué quiere ese señor tanto dibujo? En aquel momento la producción era de unos 100 diarios. Sabíamos que era un momento importante. No podíamos responder cualquier cosa a la ligera.
Tras un breve instante que pareció eterno se nos ocurrió una respuesta. La cuidadora de la tarde llevaba una camisa hecha a base de garabatos y le dijimos que las empresas de camisas necesitaban de sus diseños para hacer sus camisas y que era muy importante que ella no repitiera siempre el mismo patrón. De hecho, no lo hacía. Lo mismo hacía espirales infinitas, que pequeños botones en cuadrícula, que dibujos que parecían cosas.
Cogimos del hatillo unos cuantos dibujos y empezamos a imaginar, como cuando de pequeños nos parábamos a ver las formas de las nubes y nos explicábamos las más diversas siluetas. Apareció un conejo que jugueteaba en medio del bosque, una montaña sagrada, un águila con sus alas desplegadas. Nos pidió un monedero para guardar al menos 10 euros, que guardaba celosamente en algún rincón cambiante del sillón. Con un gesto de orgullo lo abría para dárnoslo y pedirnos que compráramos más naranjas de las que tomaba por la mañana.
Llegó la Semana Santa y nos tuvimos que separar. Yo me quedé con ella mientras mi mujer hacía las suplencias. Al segundo día amaneció sudada y con fiebre. Asustado llame al 112. Vino una doctora que nos dio un antibiótico fuerte de una sola toma diaria. Aceptamos el reto y poco a poco se fue recuperando. Fue su primera neumonía, pero a la semana siguiente ingresó en el hospital. Nos dieron 2 días, pero ella se empeñó en vivir y salió adelante. En su vuelta a casa recuperó el habla y el andar. Se podía hablar con ella de cualquier tema y daba gusto. Para nuestra sorpresa, el primer día después del hospital ella misma pidió empezar a trabajar de nuevo. ¡Que, qué íbamos a hacer sin los dineros que ella traía a casa¡ No puedo olvidar su risa abierta y resuelta cuando una tarde cuando nos despedíamos, me dijo que teníamos que hablar: “yo como mujer y tú como hombre”
El verano se la llevó con sus calores y sus colores. Le tuvieron que poner oxígeno y desde el hospital no pudo vencer a la última cepa que se instaló en sus pulmones. Justo había vivido cuatro años más después de la muerte de su marido, justo los que él le sacaba. Esperó para irse con la misma edad que él.
Murió un viernes por la tarde y la enterramos el domingo al laico de su Gerardo que la estaba esperando. Cuando volvimos a casa lo primero que hicimos fue recoger sus dibujos. Sin ellos no podríamos llegar a fin de mes el resto de nuestras vidas.