Érase una vez un ser ruin y despreciable que vivía en el infierno.
A los ojos de cualquiera era una mujer normal viviendo en un bonito barrio, en una bonita casa, con un marido, unos hijos y un trabajo de media jornada. Cada día para ir al trabajo usaba una máscara de amabilidad que le sentaba muy bien porque antes ella había sido una persona amable pero, cuando llegaba a casa, la máscara desaparecía y aparecía un rostro a ratos iracundo, a ratos desesperado, a ratos terriblemente triste.
No siempre había sido así. Ella había sido una persona activa y alegre. Le gustaba la música, la jardinería, bailar, leer, hacer ejercicio, montar en bici y pintar. Cuando el ladrón invisible comenzó a visitar a su padre y a robarle sus recuerdos hasta que se los llevó todos, ella ayudó a su madre a cuidar de él, lo llevaba todas la mañanas al centro de día y luego iba a recogerlo, se ocupaba de sus citas médicas, de lavarle, de darle de comer y escuchaba historias inverosímiles que con certeza nunca habían pasado.
Cuando él se marchó su madre se quedó sola y ambas se sintieron liberadas porque el cuidado de un enfermo de Alzheimer no es fácil.
Con el transcurso del tiempo la diabetes, la hipertensión, la artrosis, la fibromialgia y la artritis hicieron mella en su madre. En particular, la artritis deformó sus manos hasta el punto de no poder usar bien los cubiertos para comer, abrir un simple bote o abrocharse un botón. Aquellas manos que tanto habían trabajado, que tantos cuidados habían proporcionado, eran ahora unas manos inútiles que descansaban por obligación.
Y ella asumió que tenía que ayudar a su madre y poco a poco, fue cogiendo responsabilidades, su madre envejecía en medio de dolores constantes que también agriaron su carácter. Su mente lúcida era consciente de que cada vez podía hacer menos, sus dedos torcidos se negaban a hacer lo que su mente quería. La diabetes también hizo su trabajo y le causó una anemia importante que la hacía sentirse cansada y sin ganas de moverse. Aquella mujer activa que nunca “se ahogaba en un plato de agua” se iba convirtiendo en una persona cada vez más dependiente y su hija seguía cogiendo la responsabilidad de su cuidado con cariño y resignación.
No obstante, comenzó a sentirse decepcionada cuando vio que sus hermanos no le ofrecían ayuda pues ella se ocupaba de su madre de lunes a domingo. Cada cual tiene su vida. Pasaban los días sin que su hermano telefoneara a su madre o pasara a verla a pesar de vivir muy cerca. Cada cual tiene su vida. Su hermana vivía más lejos pero se limitaba a hacer una corta visita semanal a su madre. Cada cual tiene su vida.
También comenzó a angustiarse cuando comprendió que su madre empeoraría con el tiempo y ella tendría cada vez más obligaciones y poca ayuda. Recurrió a su marido y sus hijos para que la cubrieran en el cuidado de su madre mientras iba al trabajo. Y así pasó el tiempo, en concreto ahora hace 9 años que su padre se marchó, su madre ha empeorado progresivamente y hace 4 meses que, con 88 años, acude a un centro de día que supuso para su hija la tranquilidad de saber que su madre estaría bien cuidada y no pasaría las mañanas sola. Sin embargo, se vio obligada a pedir ayuda a sus hermanos porque la situación se complicaba cada vez más, sobre todo porque su madre no se adaptaba al centro. A veces lo llamaba “el cole” pero su apelativo preferido era “el manicomio” porque “allí todo el mundo tiene la cabeza perdida y acabaré de la misma forma”. Lo peor es que su hija a veces le ve las orejas a aquel ladrón invisible que robó los recuerdos de su padre. Ella lo conoce, sabe cómo actúa y ahora parece que viene a por su madre.
Y así entre quejas constantes de su madre, decepciones por haberse hecho unas expectativas con sus hermanos que no se cumplieron, ira y muchísima tristeza, ella se fue voluntariamente al infierno cuando deseó que su madre muriera para, acto seguido, considerar que era un ser ruin y despreciable por desear la muerte de su madre y pasó a desear la suya propia como única manera de liberarse. Se olvidó de sus amistades para las que no tenía tiempo, se olvidó de sus aficiones por la misma razón, se volvió irascible y gruñona con su familia y cayó en un pozo profundo y oscuro.
Allí sigue, aunque ha levantado la cabeza y ha visto que hay luz allá a lo lejos y una débil llama de esperanza se ha encendido en su corazón cuando ha recordado la persona que fue.
El cuidado de su madre le ha supuesto un esfuerzo físico y, sobre todo, emocional enorme por el que ahora está pagando un alto precio y también se ha dado cuenta de que no es la única en el fondo del pozo. Allí hay muchos cuidadores que sufren la incomprensión del entorno y a veces de la propia persona dependiente que se vuelve egoísta y no repara en el daño que puede estar haciendo. Cuidadores con una labor invisible, que se olvidan de sus propias necesidades en beneficio del otro. Cuidadores que llegan hasta el punto de actuar solo por obligación porque, en el fondo, nadie es capaz de dejar desatendida a una persona a la que quieres muchísimo, a pesar de todo.
Ella sigue dedicando mucho tiempo y cariño a su madre pero ahora no percibe agradecimiento, ni siquiera se siente bien haciéndolo, solo piensa en liberarse y por eso sigue en el infierno. Sin embargo, ha decidido apostar por escalar las paredes del pozo aunque sabe que necesita ayuda. Sabe que solo depende de ella pero el esfuerzo es muy grande y las fuerzas flaquean. Sabe que no le gusta vivir en el infierno.
Seguramente ella nunca le hubiera contado esto a nadie por miedo a que ya no la vieran como una mujer normal, viviendo en un bonito barrio, en una bonita casa, con un marido, unos hijos y un trabajo de media jornada.