Alejandro tiene solo 16 años, pero ya ha tenido que comenzar a vérselas con un duro enemigo: el Alzheimer de su abuela Matilde

 

¿Nunca has sentido que tus cuerdas vocales tienen forma de soga y que cuanto más intentas decir más te ahogas? Así me siento yo ahora mismo. Otra vez.

 

Intento hablar, pero mi boca se abre y se cierra sin articular ni una sola sílaba. Como si me hubiesen perforado el pulmón, noto que necesito todo el aire del mundo para cada palabra. Siento que no importa lo que sienta ahora mismo porque nadie va a poder entenderlo. Nadie va a ser capaz de comprender la sensación que me oprime el pecho cuando veo cómo mi abuela me mira pero no me ve. Cuando no me distingue, no me reconoce. Nunca nadie podrá abrazarme ni decirme que todo va a salir bien, cuando sé que mi abuela me ha olvidado.

 

Triste, ¿verdad? Parece duro, pero lo es aún más. Sé que con dieciséis años no tengo ni idea de lo que es la vida ni del dolor que ésta provoca. Sé que cualquier adulto ajeno al drama se acercaría a mí, me daría una palmadita en la espalda y me diría: "ánimo chico, que todo va a salir bien".

 

Pero no, nada va a salir bien. Ojalá todo se redujese a eso, a que mi abuela no me recordase. Pero eso no es más que la primera zancada para comenzar la maratón de sensaciones que desembocan del hecho de que mi abuela Matilde tenga Alzheimer.

 

En un día cualquiera de un fin de semana al azar me despierto, me enfundo en mi bata y voy a la cocina. Allí está mi abuela. Todas las mañanas pienso lo mismo: ¿se acordará de mí? Es como una lotería de la que no conoces las reglas y en la que te pueden estafar en cualquier momento, a diferencia de que no me juego dinero, sino sentimientos.

Después del intercambio de saludos con mi abuela que puede ser mejor o peor dependiendo del día, veo a mi madre haciéndose un café. Segundo golpe en tan sólo unos minutos. Éste en la boca del estómago. Mi madre no está bien.

 

Las mujeres cuando salen a la calle, generalmente, se arreglan y se maquillan, y eso las hace sentirse más guapas, mejor. Sin embargo mi madre no sale porque debe estar día y noche pendiente de mi abuela. Cambia el rímel y los coloretes por las ojeras y la tristeza. No puede dormir bien, no descansa porque debe de estar en estado de vigilia constante, por si mi abuela se despierta en medio de la noche.

 

Durante los primeros meses de la enfermedad, Matilde vivía en su casa, pero al no poder estar sola, una mujer la cuidaba. Cuando el Alzheimer avanzó, mi abuela tuvo que venirse a vivir con nosotros, ya que empezó a insultar y a agredir a su cuidadora.

Al principio en mi casa le fue bien. Mi madre, que está en paro, la trataba como si fuese una niña chica. Jugaban y se reían. Todo iba tan bien que incluso vaciamos el piso de mi abuela y le dimos las llaves de éste a su dueña, dado que era alquilado. Pero una vez más, la enfermedad continuó avanzando y todo cambió.

 

Nunca olvidaré a mi abuela, aunque ella a mí sí me haya olvidado

 

Hoy día lo peor son las tardes. Es el momento en el que a ella se le cruzan los cables y empieza insistir en querer irse a su casa porque su madre –que lleva años fallecida –la está esperando. Entonces debemos cerrar las puertas e intentar distraerla con distintas ideas para que no quiera irse. Sin embargo, es inútil. Ella no para.

 

Hace poco leí que no hay nada más triste que ver llorar a una madre. Pero eso no es verdad. No hay nada más triste que ver cómo tu abuela llora y acusa a su hija de ser la culpable de ese llanto, mientras ella, tu madre, intenta contener las lágrimas en el sofá. Tu padre la abraza y tú miras ensimismado la escena con los ojos encharcados.

 

Hoy escribo esto aquí porque lo necesito, porque sé que el que lo lea aquí va a entenderme. Hoy me desahogo manchando un folio en blanco porque sé que si intentase contarle todo esto a alguien tan solo abriría y cerraría la boca sin poder decir nada. Supongo que hay sentimientos que no sirve de nada expresar cuando crees que nunca nadie podría entenderlos. No sé. Al menos por eso me los callo yo.

 

Lo que sí sé es que nunca dejaré de querer a mi abuela. Y es que a pesar de que con los años hayamos pasado de ir yo de su mano al cruzar la calle a agarrarse ella a la mía para ir del salón a la cocina, nunca la olvidaré. Aunque ella a mí sí me haya olvidado.