Había una vez una niña que nació con sangre azul y no es porque fuera de la familia real, sino por una patología congénita en el corazón, aunque para mí es mi reina.
Como yo digo su corazón fue remendado a los 6 años, esta niña creció y se convirtió en una gran mujer, con el corazón más grande que puedas conocer.
Aunque la vida no se lo ha puesto fácil, ella derrocha alegría y regala sonrisas. Cuando mejor podía vivir aparecieron las siglas SDRC y dolor crónico, no en ella, sino en lo que ella considera su vida, su hija. La reina de este cuento solo tenía ojos (por cierto, muy bonitos) para su familia, sus padres y su hija. Dejo de trabajar para cuidar a su hija. Empujaba la silla de su hija hasta el trabajo entre otras cosas y cuando la dejaba se iba a cuidar a su padre, que en dos meses se le llevo el cáncer a los 91 años de edad.
La enfermedad de su hija iba borrando las sonrisas de su rostro pero ella se esforzaba por dibujarlas en su cara y en las de su hija, removieron Roma con Santiago para poder mejorar en calidad de vida y volver a tener una vida parecida a la que tenían antes.
Conocieron grandes personas en consultas médicas, hasta que conocieron a la persona idónea en el momento idóneo con las palabras idóneas y les habló de la posibilidad de reducir el dolor y volver a caminar con un aparato tecnológico, para ellas esa persona no tiene adjetivos, es ÉL y punto.
La reina se tuvo que enfrentar a colocar cables que salían de la espalda de su hija a un aparato, como si de una muñeca se tratara, buscaba trucos y facilidades para lavarla el pelo en la cama, para peinarla y vestirla, no era un juego, lloraban por las esquinas pero esos cuidados han merecido la pena.
Su hija ha mejorado pero aún así la reina sigue siendo cuidadora, una gran cuidadora, aunque los cuidados de ahora no sean tan complicados, es una gran labor la de la reina de este cuento. Así es como he querido presentaros a mi madre y cuidadora.
¡Te quiero, mamá!