Aquel día que nos dijo, ''me tenéis que ayudar, hijos,'' ya sabíamos que había empezado un camino lleno de dolorosa consciencia al principio y en el que poco a poco se fue difuminando la consciencia para dar paso a la nebulosa de los olvidos, de la pérdida de las vivencias, de casi todos sus recuerdos, paso al trance de aceptar la crudeza de una vida nueva para ella y para los que la rodeamos minuto a minuto, una aceptación difícil porque la conocimos con una vida llena de vida y ahora tendríamos que llenarla, una aceptación dolorosa y a veces, dolorosa también la no aceptación de una realidad cruel, injusta, que nadie decide ni quiere tener, pero que llega y no hay marcha atrás.
Yo era muy pequeña, pero sé que a ella ya le tocó cuidar a su compañero de vida, ella sí que fue una supercuidadora sin muchos medios ni formación, tan necesaria también, pero con el cariño infinito de una persona que ama y que lo quería más que a su vida, consciente él de que ella estaba dando su vida por acompañarlo en su lucidez llena de incomprensible paralización muscular.
Con el paso del tiempo volvió la pesadilla, esta la he vivido con intensidad y he luchado junto con mi familia para que ella viviera esta canallada con la mejor calidad de vida posible. Sabíamos que afrontábamos un camino que tendríamos que ir descubriendo para dar luz a la oscuridad de los olvidos y que ella también tuviera, además de todos los cuidados, el mayor bienestar emocional.
A ella le gustaba cantar y lo hacía realmente bien. Nos había contado muchas veces que en el pueblo, en su casa, el café de la Kika se juntaban los mozos y mozas después de la dura jornada laboral en el campo y con poco hacían su fiesta. La música era lo primero, siempre dispuestos los jóvenes músicos aficionados del pueblo, cuyo conocimiento musical era transmitido por el círculo familiar o de amigos, nada de manera profesional. Así, las guitarras, laúdes, bandurrias y las buenas voces, siempre preparadas, hacían posible el baile y la diversión. Música que salía de las ganas de fiesta, de disfrutar de su tiempo libre, de su momento de ocio, que poco tiene que ver con el nuestro, porque ellos apenas tuvieron ocio, sí mucho trabajo para sacar adelante una España bien, bien difícil y, la sacaron.
La música y el baile permitían unir cuerpos y almas también. Cuando mi abuela salió de su terruño para vivir en la ciudad invivible para ella, cuando el covid nos dejó paralizados y encerrados, fue la música a todas horas la que nos ayudó a que ella entrara poco a poco en las rutinas nuevas que fuimos estableciendo en su vida. Asimilamos el salón de casa a su salón del pueblo, el de la Kika y, nuestro equipo de música y muchas veces un móvil, a los mozos del pueblo tocando pasodobles, ritmos mexicanos, coplas y las jotas aragonesas que no podían faltar. Entre sus preferidos estaban Manolo Escobar, del que se sabía todas sus canciones y, Juan Pardo, que iluminaba su sonrisa porque le parecía extraordinariamente guapo.
Así fue como el covid se nos hizo menos duro, con la música. ¿Alguien puede imaginar un mundo sin música? Fue una buena terapia e imprescindible, que hacía la vida más fácil y más alegre porque también nos dejaba abrazarla para bailar y bailar y ella cantaba con su voz un poquito apagada ya. Mi abuela nos inspiró para hacer de la vida del encierro y del miedo, un hogar en calma lleno de las canciones que acompañaron su vida y nos enseñó que se pueden perder los recuerdos, que son la vida, pero también nos enseñó la grandeza de la música, de lo que es capaz porque cuando ellos escuchan las canciones de su vida surge la magia, aparece una conexión emocional que hace sonreír, cantar, volver a vivir, recordar. Mi abuela fue también la inspiración de mi hermano, cuando la despedida llegó, para componer una obra para violín a su flor de invierno.
Que la música nos acompañe siempre, porque se esconde en algún rincón del alma esperando para iluminar de nuevo la vida cuando ya los recuerdos han desaparecido. Ojalá no lo olvidemos nunca.