El algodón tiembla en mis manos mientras intento aislarme del olor. Parece que no siente el dolor pero me asusta hacerle daño.

La escara es profunda y mis manos inexpertas luchan contra el miedo, mi miedo y sus miedos en su mundo de tinieblas.

 

Su cabeza está perdida y la mía divaga mientras extiendo la crema milagrosa que me han dado en la farmacia. Gasas, esparadrapo y vuelta empezar mientras recuerdo su sonrisa, sus andares despreocupados y su dejadez.

 

  • Tío pareces un mendigo…

 

Sonríe.. No le importa un pimiento. Es así y que no le cambien.

 

Le giro en la cama y vuelvo a estremecerme. Una nueva mancha en sus trémulas y envejecidas carnes me avisan de una nueva herida.

No puedo, no puedo más. Esto me sobrepasa.

 

  • Por favor tío, no te agarres a la cama que no puedo curarte…

 

Sus débiles fuerzas se multiplican por mil cuando el miedo le atenaza y un simple movimiento, un empujón, un giro en la cama, le envuelve en sus temores y sus tinieblas…

 

Debo ir con cuidado. Igual que cuando hace 40 años llamaba a su puerta cada domingo por la mañana:

 

-Tío, la paga…

 

El sonreía y me daba cinco duros. Un dineral. Y era mío…

 

Hoy no sonríe pero sigue siendo el mismo. O casi. A veces le miro fijamente y veo un pequeño brillo en sus ojos y un torrente de recuerdos me llegan a borbotones y me invaden.

 

En unos segundos pasan fugazmente miles de vivencias, momentos irrepetibles. Risas, bromas, felicidad.  Hoy los recuerdos mueren en su cabeza,  no hay juegos, ni risas, ni bromas…

 

He terminado. Todas curadas. Ahora limpiarle y listo. A la silla de ruedas.

Y pasará su día. Uno más. Un día perdido en su mundo. Un mundo en el que no puedo entrar, pero quisiera hacerlo  y decirle que no está solo, que no sienta miedo…

 

Recojo gasas, algodones, esparadrapos, tijeras, suero y demás.  Cada día son más familiares. Cada vez es más rutinario.

 

Sentado en su silla vuelve a ser él. Al menos para mí. Le miro y le veo. Ya no veo escaras, ni dolores, ni miradas perdidas. Vuelve a ser mi tío.

 

Mientras le doy el desayuno, mientras abre la boca igual que un pajarito cuando llega su madre con la comida, siento que no quiero hacerlo. Siento que no se merece estar ahí sentado sin más, esperando el momento en que todo termine.

 

Pero a la vez, mientras remuevo el café con galletas, recuerdo sus bromas y sus picardías. Siempre sonriente, siempre amable, siempre él.

 

Devora el desayuno con el ansia animal de la supervivencia y debo tener cuidado que no se atragante.

 

Le limpio y le llevo delante del televisor. Así pasara el día. Su día.

Le miro y le veo tranquilo, parece estar bien. Por unos momentos no hay demencia, ni ictus, ni diabetes. Por unos mágicos segundos desaparecen las pastillas, la insulina, las curas….hasta los miedos desaparecen.

 

En esos mágicos segundos es cuando me doy cuenta que sigue ahí. Que mi tío vive. En su mundo muchas veces, sí. Pero vivo. Y yo quiero que siga así. Al menos otro día. Mañana amanecerá de nuevo, empezaremos otra vez.

 

Y cuando vuelva a sentarle frente al televisor, volveré a ser feliz porque sentiré  que es feliz a su manera, volveré a recordar el día de la paga, me acordaré de los cinco duros que me daba y sonreiré.

 

Y sé que él también lo hace. Sé que su mundo es otro, sé que navega en un mar de incertidumbres y miedos, pero estoy segura que en algún momento de lucidez momentánea, al menos mentalmente, meterá la mano en el bolsillo y sacara cinco duros que me dará con todo el amor que siempre ha tenido dentro.

 

Y yo lo veré en su mirada. Veré un destello en sus ojos, cerrare los míos y escuchare su voz diciéndome : “toma, y no te lo gastes todo en chuches…”.

 

Mañana será un gran día. Lo sé. Y pasado también. Y tu estarás conmigo. Tranquilo. No tengas miedo tío. Estoy a tu lado. Te quiero…