A pesar de un embarazo y un parto sin inconvenientes, en cuanto nació lo supe.
La angustia me atenazaba el alma mientras observaba al niño…yo era la única que intuía que algo no marchaba como debía.
Con el paso de los meses, era evidente que mi hijo no estaba logrando los hitos correspondientes, o, que si lo hacía, le llevaba cada vez más tiempo. Fue entonces cuando, a petición mía, comenzamos a consultar a médicos. Nacho no gateaba, no balbuceaba y no terminaba de sostener la cabeza como debería. Sin embargo, los plazos estipulados eran tan amplios, que no se consideraba algo preocupante: estaba claro que al niño no le pasaba nada, que todo eran “paranoias” de una madre primeriza; estaba claro que la culpa era mía (la peor madre del mundo) por no haberle dado el pecho, por no forzarle a gatear, porque no he había enseñado a hablar…
Por las noches me era imposible dormir, pues veía mis peores pesadillas materializarse, como Nacho no se estaba desarrollando correctamente y no encontraba la ayuda y el apoyo que necesitaba. Comencé a buscar en Internet ejercicios de fisioterapia y estimulación para hacer en casa. Y, mientras tanto, las críticas, las acusaciones de “malcriar” al niño, de que “algo habría hecho para que estuviera así”; el diagnóstico de propios y extraños de que su único problema era una falta de disciplina por mi parte.
Lloraba mucho a solas, me sentía incomprendida. Repasaba mentalmente el embarazo y el parto una y otra vez, pero, a pesar de no encontrar nada reprochable, no podía evitar sentirme culpable.
Al agotarse los plazos para que Nacho lograra sus metas, comenzaron las pruebas médicas, el periplo de unos especialistas a otros buscando respuestas, con el corazón encogido temiendo diagnósticos de enfermedades degenerativas o mortales. No encontraron nada, y, aún así, la realidad es que el cuerpo y el cerebro de Nacho no funcionaban como debían.
Trabajamos sin descanso con los terapeutas y en casa. Mi vida giraba (y gira) en torno al niño, que tanto necesitaba mi ayuda para poder avanzar. Me programaba pequeñas metas, aquellas que todos los niños logran de forma natural: gatear, andar, abrir las manos, poder soplar las velas de su cumpleaños, lograr comunicarse, poder articular palabras…Cada pequeño avance era un regalo, un momento de felicidad indescriptible.
Han pasado diez años y Nacho no tiene un diagnóstico, una explicación a lo que le ocurre, lo cual es a veces descorazonador, pues no podemos tener la esperanza de que la investigación científica encuentre alguna vez un remedio para él.
Luchamos sin descanso, cada día, por labrarle una vida adulta independiente. Hace tiempo que dejé de creerme la peor madre del mundo. Tampoco me considero una persona extraordinaria. Sólo quiero ayudar a mi hijo en todo lo que necesite, apoyarle, dejarle la libertad de elegir y de ser él mismo.
Sólo quiero ser la madre que él necesita.