Cuando un familiar cae enfermo, enfermamos todos. Es así y sólo así, como por primera vez, caes en la cuenta de que la vida es frágil y la tuya también.

De esa ‘caída’ vengo para contar mi experiencia por si a alguien le pudiera servir para reincorporarse.

 

Desde hace doce años, mi padre y yo tenemos una relación diferente. El ictus se interpuso sin previo aviso. Con mis veintipocos no podía imaginar todo lo que vendría después. No así, mi padre que en aquel momento ejercía de ‘médico del seguro’ (como a él le gusta reconocerse).

 

Para mi desconcierto, en alguna ocasión me dijo que en el ejercicio de su profesión pocas veces había curado, que sólo había escuchado, aliviado, acompañado, consolado y cuidado. Sin embargo, de los autocuidados nada. ¿Será que los sanitarios no sienten la enfermedad como algo propio?

 

Pronto entendí que su formación académica sería un obstáculo para su recuperación, o mejor dicho, descubrí que la deformación profesional contribuiría a que su nueva condición fuese más penosa y peor aceptada.

 

De manera súbita, el rol de los cuidados se había alterado. El médico, ahora era el resignado paciente y el padre protector, ahora era el sujeto de los cuidados. Muchos duelos que digerir por un cerebro ya dañado.

 

Si hablamos de cuidar tenemos que hablar de renuncias y resignaciones. Sustantivos no muy apetecibles en estos tiempos, pero esenciales para afrontar la vida de una manera más consciente y serena.

 

Desde entonces, somos conscientes de lo incierto y así podemos decir que todo es posible. Con actitud, perseverancia y humildad. ¡Cuánto hemos ganado en estos años!

 

A veces he sentido que su enfermedad era demasiado humillante para él pero siempre he querido verlo como señal de humildad. No sólo para nuestra familia sino para las personas con las que hemos interactuado.

 

Juntos hemos pasado por todos los estados de ánimo, de la frustración o el enojo a la complicidad y la aceptación, intentando equilibrar los opuestos y negociando las discrepancias, pero también hemos aprendido a enfrentarnos y acariciarnos.

 

Después de todo lo que hemos vivido, no sé si fue justo pero sí, fue lo conveniente para que ambos aprendiéramos a despedirnos liberándonos del rencor o la culpa. El mejor legado que me dejas papá, porque como tú me dijiste un día, “las personas no valen por lo que tiene sino por lo que te enseñan”.

 

 

Y volviendo al principio, ya que todos enfermamos (con ellos y sin ellos), aconsejo recurrir a los apoyos profesionales y a las asociaciones de familiares afectados por cualquier dolencia. Sus vivencias os serán de buena guía para las travesías en la enfermedad.

Tw: @OlavarriaRamos