Es curioso cómo suceden las cosas. Y es ahora que visto la madurez de mis años, cuando, pienso en lo importante que fuiste, padre.
La vida, trae consigo un sin fin de indicios, de atisbos y señales que, sin apenas dar cuenta, van poco a poco configurando el camino. Y da igual nuestro avance, si somos cautos, inquietos, pausados o ligeros; dan igual los pasos y las vueltas, las vicisitudes, el tiempo, o la ruta, los recovecos y los atajos..., siempre, siempre llegamos a ese punto en el que el destino creyó que debíamos estar. Ahora lo sé.
Ahora lo sé, pero entonces, sólo te veía a ti, encerrado en un cuerpo que apenas habitabas, y a mí..., haciéndome fuerte en el profundo dolor de ver que te ibas de poco en poco.
Recuerdo cómo, sentado en tus rodillas, el mayor de mis hijos, callado, trató de entender tus palabras. "Un día no estaré – dijiste –, aunque puedas verme, yo no estaré contigo. No sé qué pasará. Tengo aquí –señalando tu cabeza–, algo que hace que se me borre todo..., los nombres, los días, las caras y hasta los recuerdos. Parecerá que no te conozco. Posiblemente haré cosas que te asombren como verme llorar, ponerme nervioso o enfadarme por nada. Pero quiero que sepas, que aunque ya no te cante, ni te cuente cuentos, aunque te repita mil veces las cosas y me olvide de tu nombre, mi corazón siempre sabrá quienes son los más importantes, pues es el corazón quien ama, y no la cabeza..."
A tus cincuenta y seis años, el Alzheimer, había cortado tu previsión de vida.
A lo largo de la enfermedad, aprendí muchas cosas. Sin saberlo, no dejaste de ser un excelente maestro. Aprendí a escuchar sin palabras, a conocer tu estado con sólo mirarte, a reconocer tu angustia antes de que ésta se produjera; aprendí que el humor podía salvar muchas, muchísimas situaciones, que los días nunca eran igual uno que otro aunque estuvieran llenos de hábitos y rutinas; aprendí a no darle valor a los momentos, y sí sentido. Me enseñaste a ser creativa, a tener previsión en tus actos, a vivir en un continuo aquí y ahora, a ser paciente, a estar dispuesta a correr o ralentizar mis pasos, buscar estrategias y a cómo motivarte. A ser compasiva. A reír..., me enseñaste a reír, y a perdonarme y perdonar.
Poco antes de que te fueras, empecé a trabajar en el sector solventando quejas y tareas administrativas. De tanto en tanto, sentía la necesidad de saltar del despacho para hacer animación y voluntariado. Necesitaba ver los ojos cansados brillar por un momento; los pies enjutos moverse levemente al compás de un suave ritmo, los labios, apenas dentados, tararear una melodía antigua, y sus manos..., las temblorosas manos profiriéndome abrazos y caricias de satisfacción y agradecimiento. Cada vez que veía una sonrisa surgir, eras tú quien sonreía, y eras tú quien me alentaba a hacer de una vida insulsa y deprimente el mejor de los momentos. Para ellos, era la chica mona y simpática que los hacía pasar un rato agradable; para mí, cada uno de ellos eras tú, con un atisbo de ilusión y de vida.
Después te fuiste, y vi, a través de mi hija, el dolor punzante que produce la pérdida. En el lecho blanco del hospital, esperabas a que ella llegase. Sus, apenas, diez años se inclinaron sobre ti para darte su adiós, y tú, le ofreciste el mejor regalo que puede llevarse un corazón doliente. Un único y último beso. Después de todo ella había sido tu mejor igual, tu más sentida compañera y la más paciente y dulce amiga.
La vi llorar en el pasillo angosto. Tirada en el suelo frío. Desconsolada. Y la vi alzarse y secarse el llanto con sus pequeñas manos y rehacerse. Esa entereza la llevé conmigo.
Cuando perdí el empleo, decidí ser fuerte. Por ella y tu recuerdo. La resilencia fue lo último que aprendí de ti, a través de su entereza. Y decidí estudiar. Hacerme sanitaria a mis cuarenta y cinco años fue todo un reto. Trabajar con personas dependientes un bálsamo para el alma, a pesar de su dureza. Y después de otros años, aquí sigo y estoy, prodigando cuidados con esa tu sabiduría heredada y con la mirada de la niña que sólo sabe con ternura llenar espacios. Y es que ellos siguen siendo tú. Y yo llegué al único lugar donde debía de estar...