La tristeza me cubre como la piel fría y escurridiza de un lagarto. Todo me asusta: los ruidos, las voces, la gente. “Quiero mi capullo de seda”, grito en mi interior.
Me dejan la silla al sol, eso me gusta; con el calorcito me adormilo, cierro mis ojos de pipa y empieza la película. Soy una niña feliz, que corre sofocada para llegar a casa rápido y abrazar a una mujer joven y alegre que me espera con los brazos abiertos. No la distingo bien… Sí, ahora sí. Es mi madre. Mi madre que me acaricia el cogote, mi madre que huele a bizcocho y lejía. ¡Qué felicidad! Vivimos en un algodón de esos rosas y pegajosos. Es tan grande que jugamos a escondernos y a veces sacamos los brazos.
Aprieto los ojos porque quiero revelar estas fotos en mi cuarto oscuro, porque tengo que coger fuerzas para resistir en esta trinchera llena de enemigos y cucarachas.
Oigo voces que no distingo, me llaman:
- Juliana, Juliana - despierte, que sino luego no duerme.
Tirito. Caigo por un túnel oscuro y no hay nadie para recogerme. Adiós colchón de flores. No puedo vivir sin caricias, sin besos, sin calor.
Me siento tan querida. Eusebio me cura el dedo y me abre su corazón. Me llama “nenita” y paseamos de la mano por el futuro. Nuestro mañana es tan real: boda, hijos, casa, trabajo, amor. Y así fue ¿verdad Eusebio? ¿Cuándo vas a venir? ¿Y mi madre está contigo?.
La gente me trata como si ya no sintiera nada, hablan de mi torpeza sin reparos. Me escupen las palabras como a una idiota. Me gritan. “No soy sorda” susurro, pero no me oyen.
Ya sé que mi enfermedad avanza con la tenacidad de una termita, que mis recuerdos quedarán sepultados por un alud que me llenará la cabeza de ausencias, de penas, de vacíos. De rayos, de truenos y tormentas hasta que me quede sin luz… Pero hoy es mi ahora y necesito apuntalar los momentos más dulces para aguantar esta soledad que se me cose al corazón.