Relato cuidador familiar de Patricia Rivas para los Premios SUPERCUIDADORES.

Sabía que a partir de aquel día todo iba a cambiar. Nos quiso reunir a los cuatro para comunicarnos algo; algo importante. Poco antes de darnos la noticia, recuerdo estar mirando por la ventana.

Era una mañana de octubre. Predominaba la calma y el sol había perdido la fuerza que tenía meses atrás. Pero algo rompió aquella templanza. Una mariposa se posó en la persiana en muy mal estado. Sus colores eran grises y las alas estaban completamente agujereadas; aún así, seguía intentando moverlas. Cayó al suelo. Poco después, mi madre nos dijo que el cáncer había vuelto. En ese momento, dejé de ser la que era.

Había que darse prisa. El “bicho” venía fuerte. Pruebas, pruebas y más pruebas. Nuestra negativa y rebeldía contra la situación hacía que la desesperación fuera a más. Nos desbordamos cuando nos dijeron que se había producido metástasis y que el pronóstico de vida no superaría los 3 años. "No, no y no. Esto tiene que tener solución si nos esforzamos más que nunca", pensé. Esa era la educación que había recibido: "Trabaja duro para conseguir lo que te propongas, hija". Así que decidí dejar mis proyectos a un lado para centrarme exclusivamente en ella hasta que todo quedase en un mal sueño. Pero me equivoqué. Por más que lo he intentado, se va. Ya le queda poco tiempo.

Desde el primer momento, no lo tuvimos fácil. Se nos iban presentando muchos obstáculos de por medio: neumonías, caídas, fracturas, ataques epilépticos, afasias y un eterno etc. De ahí que poco a poco haya ido adquiriendo el papel de enfermera, al verme en la tesitura de tener que aprender a poner lavativas, curar escaras e, incluso, realizar los primeros auxilios.

A día de hoy, ya no camina. De hecho, no siente nada de cintura para abajo. Ella que ha sido una mujer tan activa, yendo de aquí para allá. Tampoco puede comer por sí misma. No controla los esfínteres. Ni tan siquiera ve bien. El cáncer ha llegado a su cerebro y está causando mucho daño. Ahora soy sus piernas, sus manos y sus ojos.

Le doy todo mi amor las 24h del día, al igual que ella lo ha hecho conmigo a lo largo de mi vida. No podía dejarla ante una enfermedad tan devastadora como ésta. O mejor dicho, no quería hacerlo. Ese fue el punto de inflexión que evaporó cualquier duda. Me consta que hay personas que no comprenden cómo he podido paralizar mi vida de esta manera durante casi cinco años. Me es indiferente. Y aún más cuando escucho a mi madre darme las gracias todos los días: "Gracias por darme de comer, hija", "Gracias por cuidarme tanto, cariño". Puedo asegurar que escuchar esas palabras rompe el alma en mil pedazos pero es lo que me da fuerza para seguir a su lado. Ni el mejor de los poetas podría describir el amor que siento hacia ella.

Tal como he mencionado al principio, ya no soy la que fui. De hecho, soy incapaz de recordar cómo era antes de que la enfermedad regresara. Pero me gusta en quién me he convertido. Se dice que dentro de lo malo siempre hay algo bueno aunque sea difícil aceptar que pueda ser así.

Ahora mis ojos ven más allá. Tengo la sensación de haber permanecido dormida durante mucho, mucho tiempo. Empiezo a descubrir la belleza de la naturaleza; sus colores, su grandeza, su poder. ¡Todo se ve tan… inmenso! Voy aprendiendo a restar importancia a los problemas superficiales que nos creamos día tras día. Valoro cada movimiento, cada paso que mi cuerpo puede hacer. Sé lo afortunada que soy al poder vivir un día más sin limitaciones. Tengo los pies en la tierra más firmes que nunca. Y todo ello a costa del cáncer, que va a conseguir llevarse a mi madre.

Durante este tiempo las mariposas nos han ido visitando. No es ninguna fábula imaginada. Cuando todavía podía caminar, solíamos salir al jardín un rato en las mañanas. Se acercaban expresamente a ella, revoloteando sin parar. Grandes y pequeñas, con alas de todos los colores. Estaban por todas partes, incluso en las ventanas; se empeñaban en querer entrar en casa.

No hace mucho, mientras recogía la ropa del tendedero, vi a una mariposa oscura y vieja posada en un calcetín. Estuvo en él durante un día y una noche. Luego, desapareció. A partir de ahí la salud de mi madre empezó a complicarse seriamente.

Ahora ya no hay mariposas. Han dejado de venir. Pero sé que volverán cuando todo esto haya acabado. Lo harán para decirme que está bien y que está conmigo en cada detalle, en cada paso, en cada suspiro.

 

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