Pablo ha tenido que batallar durante 5 largos años con la enfermedad que le quitó los recuerdos a su madre: el Alzheimer. Si quieres votar por su relato compártelo en las redes sociales.
Tras llevar casi cinco años cuidando de mi madre y viviendo junto a ella su proceso, me doy cuenta de que una de las preguntas que me hago con más asiduidad es la siguiente:
¿Qué será de mí de llegar a la vejez?
Con frecuencia me encuentro ensimismado, imaginando un futuro incierto que puede o no llegar. Pero de superar los 75, tengo un 50% de probabilidades de desarrollar algún tipo de demencia. Y eso es algo, ahora que convivo con una de ellas a diario, que no puedo permitirme obviar. Tendría su cierta ironía el que, después de haber cuidado de alguien con Alzheimer, yo lo desarrollara. Pero la vida tiene esas cosas y tampoco me extrañaría. Es por eso, y por si acaso, que he escrito esta carta para ese/a futuro/a cuidador/a que, llegado el momento, asumirá las riendas de mi existencia y se ocupará de mí. Esperando que se me otorgue el regalo del descanso eterno antes de ver mi cuerpo y mi mente deteriorarse por completo, pues creo que me lo merezco, aquí se la dejo:
Estimado/a (insertar aquí tu nombre),
Desearía que nos hubiéramos conocido en otras circunstancias. O, mejor aún, que no lo hubiésemos hecho nunca. Lo digo sin ánimo de ofenderle, lógicamente. Pero aquí estamos. La vida nos ha juntado por algún propósito que ambos desconocemos. Y estoy seguro, que su única intención es la de ayudarnos a aprender nuevas lecciones y evolucionar espiritualmente. Aunque no nos lo parezca, sobre todo a mí.
No será fácil. Lo sabes, ¿no? No lo va a ser para ninguno de los dos.
¿Estás preparado/a para los retos que están por venir? Deseo que sí porque yo no lo estoy. Tengo miedo por mucho que no lo exprese o comunique. Aunque confío en ti. No me queda más remedio. Mi frágil ser descansa ahora entre tus manos.
Como cuidador/a mío/a que vas a ser, o que más bien ya eres, me gustaría pedirte una cosa, un solo favor: que estés a la altura de las circunstancias; que no me decepciones; que no hagas de mi triste proceso final una tortura; que no me grites, me levantes la mano o me abandones a mi suerte; y que me trates siempre, por muy duro que te lo ponga, con cariño, suavidad y mucha paciencia. Sé que esta última te la agotaré en innumerables instancias, que a punto estaré de volverte loco/a, y te pido perdón por ello de antemano. Recuerda que sólo soy una víctima de un mal que me está matando en vida, robando cada uno de mis recuerdos hasta dejar mi mente seca y vacía, y convirtiéndome en una sombra de quién he sido.
¿Y quién he sido? Te preguntarás ¿Te interesa saberlo? Bien, pues te cuento.
He sido niño. Pero solo por muy poco tiempo. Aún así mis inicios fueron fantásticos. Estuvieron llenos de lo que una infancia debería estar plagada: de despreocupación, de felicidad, de inocencia y de imaginación. Luego llegaron dos graves enfermedades consecutivas a la edad de cinco años. Una de ellas me arrebató unos segundos momentáneos de vida y esa candidez que debería haber perdurado en mí durante un tiempo más. Tal vez esa temprana experiencia con la enfermedad y la muerte me preparó para ese posterior tramo de mi camino durante el cual cuidé de mi madre desde que le fue diagnosticado el mal de Alzheimer, al año de enviudar, hasta que murió.
¡Cómo es la vida! ¡Qué caprichosa! Ayer ella la padecía y hoy soy yo el que la sufre. La rueda de nuestras vidas no podría haber dibujado un círculo más perfecto. ¡Qué ironía! Me río, honestamente, por no ponerme a llorar.
Mi adolescencia fue caótica, intensa y estuvo marcada por ese torrente de nuevas e incontrolables emociones que nacen del primer amor. Fue una época interesante. Pero no viajaría atrás en el tiempo para revivirla. Lo vivido, vivido está. Y el pasado es mejor no tocarlo, ni pretender volverlo a saborear. La miel, a veces, puede acabar por tornarse amarga de exponerla en exceso al oxígeno de la nostalgia. Y de esos años, prefiero no recordar mucho. No me aportaron nada, salvo muchos sinsabores, un montón de sufrimiento y una o dos lecciones sumamente importantes que ahora, en este capítulo final de mi existencia terrenal, ya ni recuerdo.
Después, llegó mi mayoría de edad y me lancé a viajar por el mundo buscando respuestas, intentando encontrarme, y conociendo a gente de mil y una culturas. Viví experiencias de todo tipo. Reí. Sufrí. Más no ha sido hasta ahora que me he dado cuenta de lo vivo que realmente estaba entonces y de lo muerto que me siento ya.
He sido un creador, un soñador, un romántico empedernido, un santo para unos, un demonio para otros, un buen amigo, un inconformista y un incomprendido que ha disfrutado en incontables ocasiones del romper las reglas e ir a contracorriente. Y es que cuánto más mayor me he hecho, más he interpretado la vida como un juego y menos en serio me la he tomado. He conocido la oscuridad. He descubierto la luz. He dudado. He fracaso. He triunfado. He conocido el reconocimiento y la popularidad. He estado acompañado. Me he sentido solo. He vivido mil caídas y varios olvidos. Me he levantado. He ganado y he perdido en la misma medida. He sido víctima. He sido verdugo. Me han hecho daño. He lastimado. He amado. Me han querido. Me han rechazado. Y he aprendido a admitir mis errores, a pedir perdón, y a ser compasivo con los demás y conmigo mismo. Lo he hecho, en definitiva, lo mejor que he podido. No soy perfecto. Nunca he pretendido serlo. Y bien sabe el Universo lo mucho que he tratado de enmendar mis malas acciones y lo culpable que me he sentido por cada una de ellas. Nadie me ha fustigado con más dureza o juzgado con más firmeza que mi propio ser, te lo aseguro.
Desconozco en qué estado cognitivo estaré cuando leas estas líneas. ¿Mantengo aunque sea una mínima consciencia o estás sentado/a junto a mí viéndome desvariar o babear con la mirada perdida sobre un punto indefinido? ¿Soy capaz de controlar mis necesidades fisiológicas o me asemejo más a un bebé que a un adulto? ¿Te produzco rechazo, o te inspiro y despierto compasión? ¿Te asusta acabar como yo? ¿Te ves reflejado/a en mí? ¿O piensas acaso, como yo solía hacer, que es imposible que te espere una ancianidad como la mía?
¡Quién me iba a decir que terminaría así! ¡Qué cruel es la vejez! ¡Qué triste es esta enfermedad! ¡Cuántos recuerdos perdidos! ¡Cuántas sensaciones robadas! ¿Y para qué? ¿Tú lo sabes? ¿Alguien lo sabe?
Pero aquí seguimos y la vida está para eso: para ser recorrida de principio a fin, con lo bueno y con lo malo, con su lado positivo y su contraparte negativa.
Recuerda por mí y no me olvides. Aprende a entenderme y no me sueltes. Miénteme y hazme creer que vuelo por mí mismo aunque me sostengas entre tus brazos sin que yo me entere. Comprende que éste no soy yo. Y recuerda en todo momento que un día yo también fui como tú: joven y fuerte, dinámico y vital, enérgico e indestructible. Lo viejo de hoy fue lo nuevo de ayer. Ahora me toca a mí. Mañana puedes ser tú el/la que camine llevando mis zapatos puestos.
Vive. Ama. Agradece. Sueña. Y cuídame como te gustaría que te cuidaran a ti el día que tengas que pasar por ello. Porque de llegar a anciano, también te tocará que alguien se ocupe de tu persona. Eso ni lo dudes.
Gracias por todo: por el amor que me das, por cogerme de la mano y decirme que todo irá bien aunque no vaya a ser así, por entenderme y apiadarte de mí, por ser mi faro en medio de las sombras del olvido. De corazón te lo digo, pues sé lo duro que te va a resultar este camino que has decidido recorrer conmigo.
Recibe un fuerte abrazo del que una vez fue ‘Un Cuidador Más’ y que ahora se ha convertido en ‘Un Dependiente Más’.
Eternamente agradecido y siempre tuyo,
Pablo.
P.D. Jamás desfallezcas y cuídate. Ante todo cuídate mucho. Sin ti no sería absolutamente nada ni nadie.
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