—¿Dónde están todos y todas? —Preguntaba con pesadumbre Juana al ver que esa tarde del 15 de marzo de 2020 nadie acudió a visitarla.

Supongo que esta fue una pregunta generalizada de muchas personas mayores aquel día. Donde en su día a día el único aliciente son las visitas de algunos familiares.

—¡No te preocupes Juana, tendrán cosas que hacer! —Le contesté, tratando de generar tranquilidad.

Los días pasaban y sus familiares no podían acudir y sólo uno de sus sobrinos que podía salir con un permiso nos dejaba en la puerta la compra, recetas y lo necesario para vivir. Todo pasaba por un protocolo de desinfección exhaustivo y nos hicimos íntimas del gel hidroalcohólico. Con el móvil como canal de enlace, su familia empezó a comunicarse con ella por videollamada y aunque al principio fue difícil, se fue conformando. Ella preguntaba qué pasaba, que hasta cuando iba durar el encierro; y aunque no lo llevaba tan mal, lo que más le afectaba era la ausencia física de su familia. Me decía que mi ayuda y compañía era excelente y lo agradecía, pero yo sentía que Juana a sus 93 años estaba incompleta. A pesar de que estaba viuda desde agosto de 2017 y no había tenido hijos, siempre había estado tranquila y era amorosa con todos los que la rodeábamos. Justo al cumplirse veinte días de estar confinados vi como Juana había perdido de alguna manera esa chispa que la caracterizaba y aunque seguía con sus rutinas dentro de casa: comía y dormía bien; la ausencia familiar estaba calando fuerte. Como el tiempo se prolongó más de lo que se esperaba iniciamos otro proceso de rutinas con ella siempre dentro de casa, estiramientos, salíamos al patio ya que su vivienda es una planta baja, nos sentábamos debajo de un maravilloso laurel del cual aprovechábamos su sombra y allí escuchaba con atención sus historias y anécdotas de juventud. Pero lo que más la hacía feliz después de hablar con sus familiares por teléfono, era ese abrazo rompe costillas que nos dábamos y que terminó convirtiéndose en rutina a lo largo del día y de todos los días que estuvimos confinadas. La felicidad que le inspiraba y daban los abrazos eran bálsamos para ella y de alguna manera recíprocos para mí, lo que ocasionó que cada mañana Juana se levantara con otra cara. La chispa que se perdió al principio de la pandemia y que mencionaba al principio de este en este escrito, había vuelto. Era como si fuera la persona que yo conocía: alegre, amable y coqueta. Creo que en la recuperación de Juana tuvo que ver en un porcentaje altísimo esos abrazos que nos dimos, los abrazos que disfrutamos y los abrazos que sigue repartiendo. Recuerdo el día que se terminaron las restricciones y su familia volvió a visitarla: lo único que les expresó era que ella sólo quería dar y recibir muchos abrazos. Por estas fechas Juana está próxima a cumplir 95 años y aunque ya no está en las mismas condiciones de salud que antes y no me encuentro trabajando a su lado, siempre que voy a visitarla lo primero que me dice es que necesita un abrazo rompe costillas, ese gesto tan sencillo que siempre trato de ofrecer a quién me lo pida y necesite. Con eso es con lo que me quedo.

 

De este tramo de mi vida, teniendo de protagonista a la COVID-19, me han quedado grandes anécdotas, malos sabores de boca, pero sobre todo grandes enseñanzas: la importancia del contacto personal, de utilizar al completo nuestros sentidos, de valorar y apreciar lo que tenemos y disfrutarlo al máximo… Leí por ahí que el 95% de cosas por las que nos preocupamos nunca llegan a suceder, pero eso no lo entendemos y siempre nos preocupamos de más. Aunque estos meses de pandemia han sido duros, lo más importante es lo que nos queda de aprendizaje y satisfacción de la vocación que tenemos como cuidadores que es netamente de servir y proteger a esas personas que lo necesitan y que ya dieron todo en su momento por sus familias y por esta sociedad.

El primer paso para ser un buen cuidador es cuidar de nosotros mismos para poder cuidar mejor a los demás. Mirémonos al espejo y repitamos lo orgullosos que estamos de esta profesión tan gratificante, tan humana, la que hace que seres maravillosos formen parte de nuestras vidas. Juana, como otros muchos mayores, pudo superar esta etapa, pero fueron muchos los que se quedaron en el camino.