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Me llamo Andrés, y nunca pensé que algo tan simple como ser hombre me iba a complicar tanto la vida. Desde que terminé el curso de cuidador de personas mayores, solo quería trabajar en lo que había aprendido. Me gustaba la idea de ayudar a la gente, estar ahí para los que no podían valerse por sí mismos. Pero cada vez que iba a una entrevista, siempre me pasaba lo mismo.

"Gracias, pero estamos buscando a alguien con un perfil más… adecuado", me decían, evitando mirarme a los ojos. Ya sabía a qué se referían. No les gustaba que fuera hombre. Según ellos, los hombres no somos buenos para cuidar. "Eso es cosa de mujeres", me decía la gente, como si se tratara de una regla universal. Pero yo no quería rendirme, sabía que tenía las ganas y las habilidades.

 

Pasaron meses sin que nadie me diera una oportunidad. Mandé currículums a todas partes y nada. Casi ya había perdido la esperanza cuando un día, en una cafetería, conocí a Sonia. Ella trabajaba en un centro para personas mayores y, por alguna razón, me preguntó qué hacía yo. Le conté mi historia, y después de reírse un poco, me dijo: "No me lo puedo creer, nosotros estamos buscando a alguien en el centro. ¿Te animas?"

Pensé que era una broma al principio, pero no lo era. Al día siguiente, fui al centro. No era nada grande, más bien un lugar familiar, donde cuidaban a unas cuantas personas mayores. Sonia me presentó a su jefe, Don Luis, un hombre que no se andaba con rodeos. Me miró de arriba abajo y me preguntó, sin andarse con vueltas: "¿Por qué quieres ser cuidador?"

Le conté lo de siempre, que me gustaba ayudar, que había estudiado para esto, que lo sentía como una vocación. Él me escuchó en silencio, y al final solo me dijo: "Mañana empiezas. A las 8."

No podía creerlo. ¡Por fin! Mi primer trabajo como cuidador.

El primer día fue más duro de lo que pensaba. Había un señor llamado Don Ramón que no quería dejar que nadie le ayudara a levantarse. "¿Qué sabrás tú, muchacho?" me decía, gruñendo. Al principio, me sentí un poco intimidado, pero no me rendí. Me quedé a su lado, hablándole con calma, hasta que al final accedió. Cuando lo ayudé a caminar, me dio una palmadita en el hombro y murmuró: "No está mal, chico, no está mal."

Poco a poco, fui ganándome la confianza de los residentes. Me di cuenta de que lo importante no era si eras hombre o mujer, sino la forma en que tratabas a las personas. Con paciencia, con respeto, con cariño. No hacía falta más. Sonia y Don Luis me apoyaban todo el tiempo, y yo seguía aprendiendo día a día.

 

Después de unos meses, sentí que realmente estaba haciendo una diferencia. Había días difíciles, claro, como cuando alguno de los abuelitos estaba mal de salud, pero también había momentos que me llenaban de alegría. Como cuando Doña Teresa, que no hablaba mucho, me regaló una sonrisa después de ayudarla a peinarse, o cuando Don Ramón ya no me gruñía, sino que me llamaba "amigo".

Nunca olvidaré lo que me dijo Don Luis un día antes de que se fuera de vacaciones: "Eres de los mejores cuidadores que he tenido aquí. Que seas hombre no importa. Lo que importa es lo que llevas dentro."

Y así fue como aprendí que no importa lo que otros piensen, siempre habrá alguien que crea en ti y te dé una oportunidad. Solo hay que seguir adelante, con el corazón en lo que haces.