Si no sabes como votar por el relato, te decimos como aquí.

Ocho de la mañana. Me resulta extraño colocarme el EPI delante de tantas personas, en mitad de la calle. Cada prenda que me pongo va tornando de sorpresa a preocupación la cara de los vecinos que miran por las ventanas.

Lo que tantas veces habían visto por televisión, de personal sanitario vestidos como astronautas adentrándose en domicilios, por primera vez llega a su calle, a su puerta, a su intimidad…

"Sabemos ya de que va el bicho este… al menos que no me lo lleve para casa", me autoconvenzo.

"Mierda!" Al tirar de la cremallera, se rompe el traje.

"Vaya, no hay presupuesto… para eso está la cinta americana", me resigno.

La ayuda a domicilio es lo que tiene, hay que improvisar. En cierto modo te acostumbras a trabajar con pocos recursos.

"Buenos días!'' Me dice mi compañera, nerviosa, acostumbrándose al traje.

Ella lo sabe también. Somos los primeros de esta oleada en tener que introducirnos en un domicilio. Lo que ella no sabe es que yo soy diabético, y parece ser que el COVID tiene cierta predilección por personas diabéticas (doble preocupación), lo que yo no sé es que tiene dos personas a cargo en casa.

"Como si fuese radioactividad, cada quince minutos salimos a tomar el aire… y vamos a lo que vamos". Animo a la compi.

Nos miramos, decimos listos con las miradas …. y entramos.

Mientras preparamos los materiales las ventanas de los vecinos se van cerrando, la respiración con doble mascarilla suena como un buzo en la profundidad y el calor es como andar por el desierto en plena calima.

Desde lejos, la compañera informa desde otra habitación.

''¡El usuario tiene un familiar sano, pero no quiere venir por miedo a contagiarse, dice que para eso nos pagan a nosotros!'', me grita.

"A veces esto no está pagado", pienso yo. A nadie le gusta ir a trabajar y volver a casa contagiado con una enfermedad aun de efectos a largo plazo desconocidos.

La atmosfera de la habitación del usuario esta cargadísima, una noche de fiebre, vómitos y diarrea intensa. El aire es espeso.

Me aproximo a la cama, entreveo su rostro intermitentemente entre el vaivén del vaho en la pantalla protectora de cara.

"¡Ya está aquí la ayuda a domicilio amigo mío!" le digo.

No hay más tiempo que perder, 40 minutos para asear, cambiar, curar y limpiar la habitación...y calor, mucho calor.

"¿Me voy a morir?" me pregunta angustiado usuario.

"No, la compi y yo no vamos a dejar que te mueras ni te va a faltar de nada. Si no nos rendimos, nos cargamos el bicho, ya verás" le digo al usuario y este sonríe.

Miro de reojo la escupidera. Vomito mezclado con pipi y COVID.

Curiosamente no me sorprende, dos años antes estaba de prácticas, haciendo lo mismo, pero de gratis en la consulta de un dentista. Con mi nariz a dos centímetros de las bocas llenas COVID. ¿Cuántas personas atenderíamos en aquella oleada? 70…80…?

Tras eso medito sin parar de trabajar sobre aquel día en que surge de dentro el dedicarse a ayudar a los demás y el camino por el que me lleva.

Incorporo al usuario, lo levanto, le doy el desayuno rápidamente…

Salimos por la puerta, y la compi y yo respiramos profundo…por fin aire fresco.

 

Ese día fueron siete las familias ayudadas solo por mi (trescientas contando a todos mis compañeros), las cuales recibieron el empujón del SAD Vélez-Málaga cuando ya nadie daba nada por ellos.

Gracias a ellos, tenemos las estampas que hacen a nuestro pueblo el mejor lugar del mundo para envejecer.

Ya pasado el COVID, veo a una pequeña compañera empujando una silla de ruedas y me aproximo.

"¿Te acuerdas de mí?'' Le pregunto.

"Ahora mismo no". Responde sinceramente. (Y es normal, con el EPI somos irreconocibles).

"¡Soy Jaime, el que te quitó el COVID!'' Le digo entusiásticamente.

Surge en el usuario una mirada de niño de 8 años y un abrazo. Un abrazo único, que da sentido a dos vidas, la suya y la mía.

Sirva este relato para dar las gracias, compañeros de Ayuda a Domicilio de toda España (los grandes olvidados, pese haber sido la primera línea real). Gracias por conseguir que nuestros parques, familias, tradiciones, sabiduría y esperanza siguán inundando de alegría nuestros pueblos.