Las circunstancias de la vida a veces te pasan por encima, y debes decidir si te quedas poniendo el pecho en esa situación o tomas distancia.

 

Era 2013, mi padre caía al hospital por una hemorragia interna. Mi padre, un jubilado de ferrocarriles del estado, un hombre duro, fuerte, sin palabras.

Mi madre en ese entonces “viva”, recibió el diagnóstico de su marido, “cáncer al esófago”.

Todo cambia en un segundo, las rutinas dejan de ser tales, los viajes se acortan, se toman decisiones con la intención de facilitar el transitar de quien “yace” enfermo. Disminuir el dolor en la medida de lo posible y lidiar con el deterioro mental que como consecuencia de la “impaciencia, frustración y enojo de quien enferma” se suman también las frustraciones colectivas y la inexperiencia de quien “cuida” con toda la buena voluntad pero sin técnicas.

Se aprende en el camino a “leer entre líneas” los gestos de quien yace postrado. Los medicamentos ayudan sobre todo cuando hay dolor o molestias evidentes, pero cuando no los hay cuesta comprender que ocurre, con un cuerpo que no es tuyo y que comienzas a conocer a través de los procedimientos diarios para cumplir con la higiene física de quien demanda “dignidad en su enfermedad”.

 

El problema de cualquier enfermedad terminal es, la disminución de las capacidades que hacen de los seres humanos “autovalentes”. En el caso de mi padre, los quistes se ubicaban en el esófago a la entrada del estómago y en su crecimiento. Comenzaron a cerrarlo, evitando que ingiriera alimentos en sus últimos días. Explicarle que la única alternativa que tiene para continuar viviendo es “instalar sonda de alimentación” que se suma a “la sonda urinaria” y es ahí, donde su juicio está claro, su voluntad. “Hija, así no quiero seguir”. Y aparece la creencia, la fe en algo superior, el respeto a la libertad de elegir cómo quieres seguir.

Quien nunca ha sido creyente, busca consuelo en una figura potente como “Jesús” y permite la llegada de representantes de la religión para ser tratados y disminuir de esta forma “el miedo a morir”.  Antes de que a mi padre le instalaran la “sonda para alimentarlo” dejó este mundo, entre oraciones y peticiones de perdón.

 

Siete años después, a mi madre se le activa un cáncer al estómago. Lo que se suma a un deterioro de sus capacidades mentales y consumo excesivo de “cigarrillos” que la hicieron convivir durante 50 años con “Asma Crónico”.

Mi madre era “una creyente” y en la oración encontraba el consuelo que le faltaba en momentos de angustia y tristeza. A diferencia de mi padre, mi madre sufrió mucho dolor, tanto así que “hacia uso de cortes en su piel” con la intensión de aminorar el dolor que la afectaba.

Hacerse cargo del “cuidado de mi madre” fue más difícil que de mi padre. Con mi padre estaba ella. Con ella, sólo estaba yo.

Recuerdo que con mi padre la “oración” venia en su ayuda para calmar su miedo a morir. Con mi madre, la “oración” estuvo siempre presente, sus rosarios, sus estampitas de santos, etc. Lo injusto de su “estado” fue el grado del dolor que le afecto, sus estados de ánimo cambiantes, sus faltas de memoria y equilibrio, hicieron que sus cuidados estuvieran al filo de la “seguridad”. Recuerdo que cuando podía aún caminar con ayuda de un bastón, se escapaba a la calle.

Las calles en Valparaíso son empinadas, algunas no están pavimentadas o son escaleras no armónicas, donde entre un peldaño y otro, habían diferencias métricas y faltas de material de apoyo, lo que las hacen evidentemente “peligrosas”.

Su necesidad de fumar no estaba exenta de “riesgos”, pero comprender y aceptar que “estás muriendo” te lleva a acordar concesiones.

 

No se puede dejar a los padres solos en momentos de fragilidad existencial. De mi experiencia de Cuidadora me queda la sensación de paz que genera, estar presente en la asistencia de quienes ayer, en tu proceso de crecimiento, cuidaron de ti.

Cuando era niña, adolescente y joven, mi madre cuidó de mí en mi proceso de recuperación post cirugías de cadera.

Cuando era niña, adolescente y joven, mi padre cuidó de mí en la medida de sus posibilidades, garantizando que todas mis necesidades estuvieran cubiertas.

Cuando tuve que asumir la tarea de “Cuidadora de mis padres” recibí de sus palabras un “gracias, un perdona, un nunca pensé que tú me cuidarías”.

Me emociona compartir esta experiencia, y si a alguien le ayuda, te diré que la sensación de haber estado, haber dado, haber cumplido, te hace recibir su muerte con una paz absoluta de “haber hecho lo correcto”.