Ser cuidador implica tener en cuenta las necesidades propias sin sentir remordimientos por dedicarse tiempo. Conoce las claves para compaginar la tarea de cuidar con tu vida personal de la mano de la psicóloga, Vanessa Narváez.
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¿Cuántas veces nos hemos descubierto dando consejos a los demás que parecemos incapaces de aplicar a nuestras propias vidas?
Cuando uno de nuestros seres queridos sufre, a menudo le alentamos con frases de ánimo y esperanza, le recomendamos que piense en sus necesidades, que las satisfaga, que se tome un descanso... Todo esto, que se nos presenta como una evidencia aplastante cuando se trata de la vida de los demás, no nos resulta tan claro cuando somos nosotros los que atravesamos un mal momento.
¿Será que en realidad somos un poco masoquistas?
Probablemente la respuesta a dicha cuestión sea un poco más compleja.
Hablemos claro: cuidar a otra persona no es tarea fácil. A veces se dan situaciones que pueden llegar a ser terriblemente frustrantes. En ocasiones el agotamiento nos invade de tal manera que nos dan ganas de cavar un agujero en el suelo y meter la cabeza en él, o de ponernos la “capa de invisibilidad” de Harry Potter para pasar un rato desapercibidos. Sentimos como si alguien tirara de nosotros en varias direcciones y, pese a todo nuestro empeño, no pudiéramos llegar a superar todas las pruebas y demandas que conforman nuestro día a día.
Del mismo modo, cuidar de otra persona puede llegar a ser una experiencia reconfortante. Puesto que los seres humanos nos necesitamos los unos a los otros para sobrevivir desde el momento en que nacemos, no es extraño que haya algo en el hecho de cuidar y amar al prójimo que nos resulte familiar y gratificante. De esta forma, sentir que estamos acompañando a las duras y a las maduras a quien nos necesita, puede proporcionarnos un valioso sentimiento de utilidad, sentido y paz.
Cuando la vida nos pone en la tesitura de tener cuidar a otro ser humano solemos aceptar el encargo con responsabilidad: hablamos con los médicos, buscamos información sobre la enfermedad, pasamos en vela las noches que haga falta, y cultivamos nuestra paciencia hasta límites de los cuales jamás nos hubiésemos creído capaces. Intentamos, en definitiva, estar lo más preparados posible para iniciar nuestra carrera de cuidadores.
Poco a poco empiezan a llegar aquellos momentos en que todo nos cuesta horrores, y nos sentimos perdidos, desorientados. Empezamos entonces a temer estar haciendo algo mal, y en los días malos podemos incluso vernos inundados por unas ganas terribles de tirar la toalla...Y, por si todo esto fuera poco: ¡nos sentimos culpables de desear que la carrera termine!
¿Qué podemos hacer entonces?
Un primer paso útil es recordar lo siguiente: “Somos seres humanos”. Esta afirmación, tan obvia que parece gratuita, a menudo se nos olvida por completo, porque una parte de nosotros cree (seguramente porque lo necesitamos) que siempre podremos con todo.
Reconocer nuestra condición de seres humanos implica poder mirar con honestidad nuestras limitaciones y, a partir de ellas, desarrollar la verdadera fortaleza de quienes han decidido erguirse ante las dificultades para lograr ofrecer a los demás algo valioso.
Uno de los errores más frecuentes es la tendencia a pensar que debemos invertir hasta el último gramo de energía en cuidar al prójimo, y que atendernos a nosotros mismos es algo prescindible e incluso un tanto egoísta. Dicho de otro modo, solemos tomar nuestro auto-cuidado como un lujo, cuando en realidad es y debería ser una de nuestras principales responsabilidades.
El pasar por alto que la carrera de cuidador suele ser una carrera de fondo es otra de las posibles limitaciones. Este sesgo puede hacer que gastemos toda nuestra energía al principio, como si de un sprint se tratara. El peligro de esto es que posiblemente más adelante estemos tan extenuados que nos cueste mucho llegar a la meta.
Por otra parte, solemos mantener la creencia de que cuidar de nosotros mismos es algo opcional. Cuando la gente de nuestro alrededor nos dice eso tan típico de que “para poder cuidar hay que cuidarse” nos agobiamos, puesto que parece que estén añadiendo una obligación más a nuestra larga lista de tareas pendientes. Sin embargo, no debemos olvidar un hecho lamentablemente frecuente: si de forma repetida hacemos oídos sordos a las demandas de nuestro organismo y no le damos una tregua, él mismo nos dice “¡basta!” y se toma un descanso por su cuenta, en forma de una enfermedad física, mental o emocional.
Afortunadamente, evitar todas estas complicaciones es posible si actuamos a tiempo.
El primer paso para ayudarnos a nosotros mismos es darnos cuenta de si necesitamos realizar algún cambio. Para esto es necesario permitirnos parar, aunque sea un brevísimo instante, para preguntarnos a nosotros mismos “¿Cómo estoy?” y respondernos lo más honestamente posible. Si la respuesta suena a algo así: “agotado, angustiado, con dolores, deprimido...” nos encontramos ante una oportunidad perfecta para empezar a introducir pequeños cambios en nuestra vida. Y es que todo este malestar, aunque desagradable, no es sino una valiosa señal que nos manda nuestro ser para hacernos saber que necesita que lo ayudemos.
Deberemos entonces decidir si escuchamos estas demandas o las pasamos por alto. Es en este momento cuando las limitaciones antes descritas pueden entrar en escena, haciéndonos decantar por la segunda opción. Si llevamos mucho tiempo dejándonos debilitar por ellas, al principio vamos a tener que estar muy atentos para no dejarnos llevar una vez más por sus efectos. Para lograrlo nos podemos hacer periódicamente las siguientes preguntas: ¿estoy haciéndome responsable de mi propio auto-cuidado? ¿estoy pensando o actuando como si pudiera con todo cuando en realidad soy un ser humano más? ¿estoy invirtiendo demasiada energía ahora sin pensar en que debo estar bien también para el futuro? ¿qué le recomendaría a un buen amigo que estuviera en mi situación?
Puesto que la tarea de cuidador es objetivamente dura, habrá ciertos sentimientos y dificultades que no vamos a poder evitar. Lo que sí está en nuestras manos es empezar a realizar pequeñas acciones para ponernos las cosas un poco más fáciles. Esto nos permitirá vivir con plenitud todo el camino, dando cabida no sólo a las partes oscuras del mismo, sino también a los aprendizajes vitales que éste nos depara.
Al contrario de lo que podríamos pensar, la fortaleza genuina poco tiene que ver con la invencibilidad. Atrevernos a escuchar nuestras necesidades y empezar a hacer pequeños gestos para atenderlas, nos permitirá además mandar un mensaje de profundo respeto a quienes cuidamos: “Yo soy un ser humano igual que tú, fuerte igual que tú, vulnerable igual que tú, e igual que te pido que te dejes ayudar, yo también hago mi parte y cuido de mí mismo.”
Vivir en congruencia con este sentimiento de estar en el mismo barco que la persona que tenemos delante dotará a la relación de cuidado de la dignidad que merece. Lograremos de esta manera explotar al máximo nuestras cualidades, regalando al mundo y a quienes cuidamos la mejor versión de nosotros mismos.