Madre e hija soplando las velas en un cumpleaños.

Hace 12 años que empecé a cuidar de mi madre. Cada día bajaba en tren a su casa, desde Hostalets de Balenyà a Barcelona. Al principio fue muy duro, ni ella ni yo sabíamos nada de esta enfermedad llamada Alzheimer.

Las dos juntas pudimos ir experimentando día tras día cada cambio que si iba produciendo en su mente y en su cuerpo. No fue nada fácil, porque ni yo tenía experiencia, ni ella sabía lo que le pasaba. Solo pude darme cuenta de que se encontraba muy alterada, seguramente por ignorar lo que le sucedía. Que yo fuera a su casa a ayudarla y controlarla no le sentó nada bien, no comprendía porque tenía que ir cada día, y eso le producía mucho malestar.

Por aquel entonces, ella aún vivía con mi padre. Lo cuidaba hacia años, debido a que padecía un cáncer terminal. Por eso, en ese momento, los dos necesitaban que los cuidaran.

Para ella fue como si yo pretendiera anularla, creo que se sentía herida y ofendida, porque ya no era capaz de hacer lo que venía haciendo siempre.

 

Al principio del Alzheimer, se volvió desconfiada con la gente e incluso conmigo, escondía las cosas y luego no recordaba donde las había puesto, y además se enfadaba mucho porque creía que se las había quitado yo. Compraba sin control, sin ser consciente, cosas que estando bien no hubiese comprado. Por las mañanas estaba muy alterada y lo pagaba con mi padre y conmigo. Para mí fue muy angustioso porque mi padre también sufría. Pero rápidamente fui cogiendo experiencia y cambié la manera de hacer las cosas, para que así ella no se alterara. No era necesario llevarle la contraria, aunque no tuviera razón. ¡Para que discutir! si al momento ya no se acordaba de nada. Tuve también que triturarle las pastillas y dárselas a escondidas, porque no quería tomárselas.

Poco después su cuerpo fue deteriorándose, le dificultó el poder andar bien y sufrió alguna que otra caída. Tampoco hablaba mucho, ni daba conversación.

Debido a una caída, donde rompió el cristal de una puerta con la cabeza, quedando empotrada, tuve que decidir llevármela conmigo a todas partes con silla de ruedas. Incluso un día decidí llevarla a la playa con la silla, viajando en metro, subiéndola por el ascensor...

Con el paso del tiempo su cuerpo se deterioró aún más, y fue cogiendo forma fetal. 

 

Mi padre ya hacía unos años que había muerto, y yo seguía bajando a su casa durante el día, durante la noche tenía una cuidadora llamada Jenny. Así pasaron seis años y medio hasta que decidí traérmela a casa. No lo hice antes para que se mantuviera en su ambiente, vecinos y barrio. En ese momento la enfermedad estaba más avanzada y creí oportuno hacerlo.

Una vez en casa, venía la enfermera a visitarla y valorarla cada semana. Durante un tiempo me hizo pasar malas noches, porque se lamentaba diciendo ¡Ay! Yo me levantaba para averiguar el porqué de sus lamentos, y a pesar de cambiar su pañal y también la postura, no había manera de callarla. Hasta que el médico le administró Quetiapina para relajar la musculatura, y así logramos descansar las dos.

Su cuerpo era deprimente, tenía llagas, y entre la enfermera y yo se las curábamos constantemente, ya que requerían muchos cuidados. Se me partía el alma verla en esas condiciones.

Recuerdo cuando estaba mejor que me miraba a la cara con ternura, y si me veía contenta, ella sonreía, pero actualmente su mirada permanece perdida.

 

Carta a mi madre: Hemos pasado estos 12 años juntas, como dos almas con una mente. Una mente cansada, a veces agotada y otras confundida, pero siempre con ganas de hacerlo mejor, siempre aprendiendo cosas nuevas. Yo te he enseñado a ti, y tu a mí. Contigo he aprendido el amor incondicional, y ahora valoro más la vida y agradezco lo que tengo. Yo a cambio me he convertido en tus manos y tus pies, pero sobretodo en tu mente y tu memoria.

Cuidar de mis padres ha sido la experiencia más satisfactoria de mi vida.