Cámara de fotos

Toc toc (llaman a la puerta)

- ¿Se puede? Ya me voy, cielo. Que pases buena tarde, te veo mañana. Te quiero - Esa es la bonita forma de despedir el día que tiene Martina.

Todos esos pequeños momentos que ella y Ángela compartían día a día son los que dificultan la línea que separa lo profesional y lo personal, convirtiéndose en algo borroso, como el horizonte desdibujando el mar, complicado de separar.

Ángela no es una cuidadora común, ella es inexperiencia, es ilusión, es creatividad, es una metepatas, le gusta hacerla rabiar… en definitiva, es algo más de lo que normalmente se entiende por “cuidadora”.

Desde el principio, ella quiso hacer realidad el sueño de Martina, y en sus primeros días en el Centro la nombró su “secretaria”, lo que supuso todo un honor para ella. La confianza se fue consolidando, en sus ojos se notaba ilusión, la misma ilusión que había perdido durante sus 84 años de penurias y sufrimiento.

Como directora, Ángela sabe que el tiempo es insuficiente, escaso. Desafortunadamente, cuesta rascar instantes para conocer e intimar con las personas usuarias. Sin embargo, ¡qué ironía!, puesto que es precisamente el escuchar dichas experiencias vitales lo que acaba dando sentido a su trabajo, a su labor, a su continuo aprendizaje… o al cambio de enfoque y perspectiva en su vida cuando comparte vivencias con los mayores.

Martina se da cuenta de que Ángela tiene que pasar mucho tiempo en su despacho, que está atada a sus obligaciones, es por eso que pide a diario visitarla, ayudarla con todo ese “papeleo” que siempre forma parte del desorden de su mesa. Ángela, a pesar de tener que buscar quehaceres para Martina, secretamente está encantada con que la acompañe y ver que ella es feliz sintiéndose útil. Viendo su sonrisa constante y las sabias arrugas de su rostro.

Tras meses de confesiones, un día Ángela decide regalar a Martina por su cumpleaños una foto de ambas trabajando en la misma mesa, codo con codo. La foto refleja la felicidad y complicidad que sienten cuando están juntas. Para Martina, es el mejor regalo que le podrían haber hecho. Llena de ilusión, se lleva la foto a casa, la enmarca y decide ponerla junto a la foto de sus nietos y la de la boda de sus hijos, la sitúa en el lugar más importante del salón. Así, siempre que alguien la visita, ésta la enseña orgullosa diciendo: “esta es mi amiga, mi jefa, y yo… yo soy la secretaria del Centro de Día”.

Julia, la hija de Martina, llama a la directora del Centro, comentando que su madre ha mejorado mucho su estado anímico, que se siente otra, más plena y completa, y que el Centro de Día le ha devuelto la ilusión.

 

Tristemente, un día ocurre algo terrible. Una auxiliar del Centro avisa a Ángela porque Martina no se encuentra bien, ha comenzado a tener descoordinación en sus movimientos, afasia y, por si fuera poco, apenas puede caminar. El equipo es rápido e inmediatamente llama al servicio de emergencias. Temiendo lo peor, deciden trasladarla de urgencia al hospital con un código ictus.

La directora ve como Martina está mal, nota que se pierde la vida en su mirada e intenta tragar saliva para no llorar delante de los técnicos de emergencia ni de su equipo, porque si llora puede parecer menos profesional. Mientras, Martina no le quita ojo porque siente seguridad si ella está presente. Cuando Martina abandona el Centro, tumbada en aquella camilla fría y acompañada por esos “héroes” desconocidos, Ángela rompe a llorar en la soledad en su despacho… con la pesada sensación en el pecho de que no la volverá a ver jamás.

 

Qué fácil es la teoría de la profesionalidad… pero que difícil cuando se trata de sentimientos.

Cuando la muerte asoma por la puerta, se hace más plausible lo necesario que es atesorar esas maravillosas historias que compartieron juntas día tras día.

 “Ángela”. Esa fue la primera y la última palabra que Martina pronunció en el Hospital. Ahí es donde la directora se dio cuenta de la importancia de ir más allá, de ser un “Supercuidador”.