Viviendo una montaña rusa de emociones. Y no me quejo, entera y estable, muy estable. Pero humana.
Tomas unos días de descanso, normalizas tu vida entre lecturas, películas, tareas del hogar y vida familiar, "desconectas" siendo capaz de pensar en algo más que en eso (sí, "eso", el único tema) y entonces suena el móvil. Mensajes que te informan de quiénes no van a estar cuando vuelvas el lunes.
Y no solo ellos, también vas sabiendo como tus otros chicos, con los que trabajaste hace no tanto, también van faltando. Mayores, sí, muy mayores, incluso de 95 años, pero hace unas semanas seguías generando proyectos para ellos, porque los mayores también tienen proyectos de vida, currículums, y te duele lo brusco y precipitado que está siendo.
Lloras unos minutos, te abrazas a la única persona que puede estar a tu lado (afortunadamente), respiras hondo y racionalizas.
Te obligas a recordar a todos lo que siguen adelante, superándolo, y todo lo que aún puedes hacer. Y te sientes mejor.
Este breve relato lo escribí el 11 de abril de 2020 y he querido dejarlo tal y como lo escribí aquel día.
Trabajo como psicóloga en el Centro Residencial Nueva Oliva, coordinando la Unidad Amigable, que es un espacio de convivencia, atención especializada y terapéutica dirigido a personas mayores que sufren algún tipo de demencia en estadios moderados y graves que presentan síntomas neuropsiquiátricos y conductuales de difícil manejo.
No dejé de trabajar en ningún momento durante la pandemia, solo los días festivos, como el 11 de abril, día de Semana Santa, que pasé en casa junto a mi marido (recordar que en aquellos días estábamos bajo el confinamiento duro, en el que no podíamos salir de casa).