Abuelo con su nieta.

Érase una vez un abuelo bondadoso, deseoso de intervenirse de un hallux valgus que tanto le incordiaba y atormentaba. Tras realizar las pruebas preoperatorias pertinentes, llegó el gran día. Por fin podría calzarse sin necesidad de tener que quitarse los zapatos en el coche antes de llegar a casa o de tener que mirarse desconcertado, el eterno 'dedo rojo'.

La intervención quirúrgica fue un éxito rotundo. Aquel día mi abuela materna me telefoneó estando yo en el trabajo para comunicarme que le darían el alta al abuelo al día siguiente. Estaba tan contenta que no cabía en sí de gozo.

Me preparé con ganas a la salida del trabajo. Ansiaba ver la cara de felicidad del abuelo Vicente al regresar a casa y poder caminar sin dificultad y sin dolor.

 

Cuál fue mi sorpresa, que, al día siguiente, justo al llegar al hospital, cuando vi caras de asombro y ajetreo justo delante de la habitación del abuelo. Al entrar, su compañero de habitación me detuvo y me comunicó que había sufrido una parada cardiorrespiratoria. La sonrisa se desdibujó de mi semblante. La vida te da un mazazo cuando menos te lo esperas.

La doctora al cargo en la UCI me indicó que debía despedirme de él. No lograrían pasar muchas horas antes de su fallecimiento. Al adentrarme en la UCI, las lágrimas cayeron sin cesar. A borbotones. Entre tubos y lágrimas, le cogí la mano y me despedí de él, dándole las gracias por todo. Lo que se siente al estar en la UCI y ver a un ser querido inconsciente a tu vera, es un dolor muy profundo. Te desgarra el alma. Ojalá hubiese podido hablar con él y mirarle a los ojos, aunque hubiera sido un instante.

 

A las semanas y tras obrarse un milagro, por decirlo de algún modo, mi abuelo se despertó y volvió en sí. Cuando hubo recobrado la cordura y por orden médica, lo trasladaron a planta y posteriormente, procedieron a darle el alta. 

Multitud de doctores nos indicaron la medicación que debía tomar. Su estado general era delicado y desconocían el tiempo que iba a sobrevivir, pero estaba vivo. Era evidente que su estado cognitivo y físico había cambiado tras haber sufrido el infarto y la parada cardiorrespiratoria. Nunca volvió a ser el mismo de antes de la operación, pero la vida le había dado una nueva oportunidad para estar un ratito más con los suyos. Era una sensación agridulce.

 

En su casa fue duro, muy duro. Los dos años y medio venideros fueron un regalo para mí. Tuve la tremenda suerte de poder prepararme para su futura pérdida. Todos los días me decía: 'Te quiero. Muchas gracias por todo'. Fueron días de sonrisas y lágrimas, muchas lágrimas. Aquellos que habéis estado al cuidado de algún ser querido al que amáis con toda el alma, me entenderéis. Es una mezcla de gratitud con desánimo, de profunda tristeza y alegría al mismo tiempo. A la mente le cuesta concentrarse, mentalizarse de que ese ser humano al que amas tanto, pronto marchará.

Ver, sentir y experimentar, como un ser humano se 'marchita' poco a poco hasta perecer, es tremendamente duro. Cual flor que marchita lentamente. Como una vela que agota su último haz de luz antes de despedirse.

 

Estar al cuidado de cualquier ser humano enfermo es durísimo. No bastan las palabras para describirlo. No basta una vida para procesarlo.

La vida es generosa por permitirnos compartir con otros seres humanos momentos especiales y sinceros con nuestros semejantes. La capacidad de sentir, de expresar emociones y de compartirlas es una de las mejores sensaciones de nuestro ser.

 

Mi abuelo Vicente falleció una mañana, más tarde que temprano, en su habitación de un pueblo de Ibiza. Tuvo la suerte de poder hacerlo acompañado de mi abuela, que tanto lo amaba. Tuve la oportunidad de despedirme y de darle la mano con un cariño infinito. Tuve la fortuna de decirle que le quería el día antes y de poder darle un beso. A pesar del dolor vivido, tuve la suerte de haberlo conocido.