- ¿Por qué el abuelo ya no juega conmigo?- Preguntó la pequeña Ana. Héctor, su hermanito, la miraba risueño moviendo sus mofletes de bebé.
-Porque está enfermo. –Contestó su abuela.
-¡Pero si no tiene fiebre! Yo, cuando me pongo malita, tengo fiebre y no tengo ganas de jugar.
-Así es, cariño. Pero, aunque tengas fiebre y estés muy cansada, tus manos y tus piernas tienen fuerza para coger los juguetes, para abrazar a quien más quieres y llenarle de besos. Además, tu sonrisa sigue brillando.
-Y él, ¿por qué no puede? Ya no me sonríe como antes, ni me abraza, ni me besa…
-Porque sus manos y sus pies no le quieren hacer caso y sus labios se han quedado quietos para siempre. Y, aunque quiera con todas sus ganas llevarte al parque y jugar a la pelota contigo o coger las pinturas con las que hacíais esos preciosos dibujos, ya no puede hacerlo. Y eso es lo que más le gustaría hacer en la vida. Esta enfermedad cruel nos hace daño a todos.
-¡Pobrecito! Pero, al menos, podría contarme un cuento, ¿no?
-Él desearía coger un cuento, pasar las páginas y leértelo sobre su regazo con esa voz tan misteriosa y graciosa que te ponía, pero el mal que ha entrado en su cuerpo no le deja. Pero sí que puede mirarte y, si te fijas, sus ojos se ríen de felicidad cuando te ve, porque ahora tú y tu hermanito sois la luz dentro de la oscuridad.
-¡Sí! Le veo mirarme con los ojitos brillantes de alegría. También le he visto llorar algunas veces.
-¡Claro! Te puede contar lo feliz que está con esa chispita en la mirada. Y si se da cuenta que estás apenada, verás que una lagrimita de tristeza resbalará por su cara.
-Antes lloraba más. ¿Por qué ahora que está peor parece más feliz que cuando empezó a enfermar?
-Porque, aunque la vida nos sacuda como un huracán en un momento y todo se detenga de golpe, cuando pasa esa terrible tormenta en la que nos cambia la vida, después llega la felicidad de saber que cada día que amanece disfrutarás de lo que en el fondo es lo más importante: de la familia que no se separa de él y sobre todo de vosotros, sus nietecitos adorados.
-¿Y los amigos y compañeros de trabajo por qué ya no le visitan ni le llaman tanto como antes?
-Ana, los buenos amigos siguen a su lado día a día, pero el resto de conocidos y familiares más lejanos dejan de acordarse, o temen llamar por molestar.
-¡Vaya! Pues no lo entiendo, porque a mí, cuando más me apetece estar acompañada y que me abracen es cuando me siento peor.
-Cariño, no es indiferencia, simplemente ocurre que cada uno tiene su vida y sus preocupaciones. También hay personas que apartan de su camino la tristeza y el dolor. Otras no quieren molestar, pero si supieran que una llamada telefónica o un visita para estar cerca de él le daría mucha energía, no lo ignorarían. Ese es el verdadero valor de la amistad.
-Pues en mi cole la maestra nos dice que tenemos que ayudarnos y cuidar los uno de los otros. Y si alguien lo está pasando mal, todos estamos pendientes y vamos a consolarle.
-Sí, tienes razón. Tenemos que cuidar y querer a los nuestros durante el tiempo que los tenemos a nuestro lado, aunque sea una pesada carga y renunciemos a muchas cosas importantes, como el trabajo y los amigos. Después, cuando se marchen, estaremos seguros de que se irán con todo nuestro cariño y, allá donde vayan, estarán felices. Y los que nos quedamos, estaremos también felices y satisfechos de haber estado junto a él todo su tiempo y de haber compartido sus alegrías y sus penas. Se llevará el amor más grande del mundo.
Esa noche, la pequeña Ana soñó que con sus besos y abrazos el abuelo se curaba y entonces la aupaba y la envolvía en un fuerte y cálido abrazo. Después, cogidos de la mano, se iban cantando y saltando por ese camino por el que antes de la enfermedad paseaban hacia el parque.