Este mismo octubre hizo cinco años que juré ante el juez que me responsabilizaría de la vida de mi madre, incapacitada por una devastadora demencia. Por lo tanto, llevo cinco años siendo la madre de mi madre.

Por aquel entonces, desconocía lo inmensa que esta tarea se me haría. Aceptar esa inversión de roles me hizo sentir, por un lado, orgullosa y valiente, decidida como estaba a hacer lo que fuera para que mi madre siguiera viviendo con la misma dignidad con que lo había hecho mientras fue dueña de sí misma; y por otro lado, un vértigo y un miedo que ya nunca me han abandonado. Compaginar vida laboral y personal con la gestión del cuidado de un dependiente severo que vive en su propio domicilio, es una labor titánica. Encontrar a esa persona que se tiene que convertir en tu mano derecha, que va a ser la cuidadora principal para que tú puedas irte a trabajar, es un arduo trabajo extra. Tan arduo como el que esos mismos cuidadores profesionales van a desempeñar, personas en las que hay que depositar toda la confianza.

 

Después de muchas idas y venidas, centros de día, períodos en residencias y vuelta al domicilio, cambios por la evolución de una enfermedad que va anulando todas las capacidades, por fin encontré a esa extraordinaria profesional, a la que aquí llamaré Maravillas, con la que mi madre, y yo, conseguimos una cierta estabilidad.

 

En Febrero de este año, Maravillas tenía programada una cirugía, pero el aviso de ingreso llegó sin que hubiésemos encontrado a su sustituta. Mi gato y yo tuvimos que instalarnos en el pueblo con mi madre provisionalmente, hasta que llegara ese reemplazo para la cuidadora, y mientras, yo tomé las riendas de la casa familiar. Apenas me estaba haciendo con la situación llegó el Coronavirus …el Corona… ¿qué?  ¡El Covid19! ¿Covid…cuántos?

Nunca imaginé que nos caería una losa semejante al confinamiento con todo lo que supuso vital y laboralmente. Verme atrapada, sola, sin ayuda profesional, con el enorme desconcierto por una situación nunca vista por mi generación, fue todo un shock. ¿La Ley de Murphy? En paro, y ya confinada por el cuidado de mi madre, y va, y se desencadena una plaga de dimensiones bíblicas.

Intensifiqué mi búsqueda con anuncios y solicitudes en todas las empresas de atención sociosanitaria del pueblo, pero la respuesta era que no había personal disponible, o que no aceptaban usuarios nuevos. Mi gato se iba enfadando cada vez más por la falta de atención y ya mostraba signos de celos hacia mi madre, ¡lo que me faltaba!

 

El cuidado de un dependiente severo requiere de, aparte de una buena formación específica, madurez, muuucha paciencia, seguridad, e intuición para poder “ver” las necesidades de alguien a quien esta cruel enfermedad ha privado de la posibilidad de valerse por sí misma e incluso de hablar. La angustia hizo acto de presencia. El clima general de temor e incertidumbre no dejaba espacio para la esperanza.

 

Y por fin, cuando arreciaba el Covid19, se encendieron no uno, sino dos, faros en la espesa niebla que me rodeaba. Di con una empresa joven, Cóidate, con trabajadoras valientes que incluso en lo más duro de la pandemia, entraban en casas ajenas para ayudar. A través de mascarillas y pantallas y a pesar del estricto protocolo, trascendía la calidad y la calidez humana de las dos auxiliares. Este no es un trabajo como otros. ¡La ternura no puede faltar nunca! Ni una sonrisa, un tono amable, y maneras suaves pero firmes. No es fácil encontrar gente así.

 

Gracias a estas grandes profesionales, y durante los tres meses que restaban de la baja de la cuidadora principal, pude reorganizar mi vida, recuperar mi independencia y dar una atención mejor a mi madre. ¡Y a mí exigente gato!

A esas auxiliadoras de los cuidadores, esas benditas cuatro manos que dejaron las mías libres, gracias. Sin ellas no habría vida laboral para los tutores, no habría liberación para los cuidadores.

A ellas, que ejercen una profesión tan poco valorada y reconocida, les doy las gracias. A ellas, que son vitales, que son fundamentales, que son esenciales. ¡Gracias!