Nunca me había sentado a escribir sobre mi abuelo. Son miles, millones, las veces que le recuerdo, más desde su ausencia.

Mis padres me tuvieron siendo muy jóvenes, todavía en etapa escolar. Los 5 primeros años de mi vida, hasta que mi padre pudo mudarse a Madrid, viví en la casa de mis abuelos. Mis primeros recuerdos son de esa casa. El cuarto de mi madre con una cama nido donde yo dormía. La habitación de mi tía, con un mueble, estantería, mesa de estudio, cajonera, ¡todo en uno!, lleno de bolis y subrayadores de la empollona de mi tía…

3 escenas llenan los recuerdos más dulces de mi infancia.

Mi tía apareciendo por la puerta del salón, resplandeciente, una melena morena y rizada hasta la cintura, mirándome, esperando a que la dijera lo guapa que estaba, antes de irse de fiesta con sus amigas.

Las cosquillas de mi abuela. Eternas, si cierro los ojos aun las siento. Es el sitio más seguro y tranquilo que he conocido, sus rodillas.

Y mi abuelo. Ya era tarde cuando llegaba a casa, yo me quedaba dormido en las rodillas de mi abuela y entonces se oía el correr de la cerradura vieja de la puerta principal. Solo podía ser él, solo él usaba esa puerta. Entonces entraba al salón. ¿Sabéis esa cara de los niños en las películas, cuando de repente aparece su superhéroe favorito? Saludaba, con ese tono de voz que le servía tanto para dar las buenas noches a su nieto como para insultar a quien… a quien fuese. Vaya genio a veces.

Entonces iba a su cuarto, se quitaba el traje, se ponía su batín y volvía al salón. Yo para entonces ya estaba sentado en la butaca que había al lado de su sofá. Cenaba, un sándwich de mantequilla a la plancha. Un vaso de balón, 3 hielos, whisky y un purito. Recuerdo con delicia el olor de esos puritos. Y entonces me preguntaba, siempre la misma pregunta.

¿Qué tal son tus amigos? Yo respondía, siempre orgulloso de la gente que he elegido para estar a mi lado. Y él cerraba la conversación, -dime con quien andas y te diré quién eres-.

Es lo primero que recuerdo haber aprendido.

 

Un mañana, como cualquier otra, mi abuelo se preparaba para ir a trabajar cuando sufrió un infarto cerebral. En un instante, el hombre más trabajador que había conocido, dejó de valerse por sí mismo. Qué injusta puede ser la vejez, qué cruel en una sociedad donde la dependencia es una carga y el afecto un acto revolucionario.

Sin embargo, puedo decir sin dudar, que el último privilegio que me concedió mi abuelo fue poder cuidarle. No es bonita esta parte del relato. Como he dicho antes, mi abuelo fue una persona muy activa toda su vida, trabajador incansable, con una vida social agotadora… Depender de otra persona para asearse, para ir al baño… era humillante. No hubo palabra gratificante, ni gesto consolador, salvo el tiempo, que curara ese sentimiento.

 

Pero tiempo hubo y el tiempo pasó. Poco a poco nos acostumbramos a nuestras nuevas rutinas. Disfrutaba con gran placer del afeitado, cerraba los ojos mientras respiraba profundamente y se dejaba acariciar por la cuchilla. Por mi parte, descubrí el placer de un buen corte a navaja viendo la expresión placida de mi abuelo.

Aprendimos con éxito a movernos de la cama a la silla, de la silla a la ducha, de la ducha a la silla, de la silla al sofá, del sofá vuelta a la silla, de la silla a la cama… un día tras otro. Aprendimos, no sé si tan triunfantes, que esa era nuestra vida, y que no se estaba tan mal.

 

Y hubo tiempo y el tiempo pasó. Y el deterioro cada vez era mayor y ya no solo era físico, y lo aprendido se olvida, y si el cuerpo fue cárcel de una mente libre, ahora la mente es carcelera, y el carcelero os encierra, a tu abuela que siempre estuvo a su lado, a ti y a él, con “él”.

 

Pero como tiempo hubo y el tiempo pasó, un día nació mi hijo, su bisnieto. Su último punto de anclaje con la realidad. A mi dejó de reconocerme, pero nunca dudó de quien era su bisnieto.

Sus ojos recuperaron la vida que el tiempo parecía decidido arrebatarle, y le ganó otro año.

 

Pero tiempo ya no hubo, porque el tiempo pasó. Quiero creer que en su última mirada supo que era yo, que seguía allí, desde mi primer día, hasta su último.

  

Hasta siempre abuelo, con amor, tu nieto.