Mi nombre es Ana, y soy una mujer que fue educada en el cuidado y en el respecto a las personas mayores y enfermas. Toda mi niñez y mi adolescencia conviví en mi casa con personas mayores. Esta es mi historia.

 

El ejemplo más importante que marcó mi vida me lo dio mi madre. Ella cuidó desde niña de su bisabuela, que se quedó ciega y falleció cuando estaba embarazada de mí, en su honor llevo su nombre. Tiempo después cuidó de sus tías, hasta que ella se puso enferma también, con 52 años sufre un ictus. Este es el momento más duro que he pasado en mi vida.

En ese momento yo, como hija mayor, ocupé su lugar. Todavía recuerdo a su médico diciéndome: prepara lo que tengas que preparar porque esto es cuestión de horas. Cuánto dolor, cuántas lágrimas y a la vez cuánta fuerza para luchar por y para ella. Así lo hice y sin rendirme no me separé de ella en ningún momento durante los duros días y noches en el hospital.

Así fue mi adolescencia: cuidando a mi madre, a la que le quedaron importantes secuelas en el lado izquierdo y de mis dos tías abuelas. A una de ellas la cuidé en el hospital hasta que falleció y a la otra en mi casa, hasta que falleció en mi cama.

 

Por aquel entonces yo tenía un buen amigo que terminaría siendo mi marido. Él tenía unos padres mayores y una hermana, Isabel, que tenía Síndrome de Down. Mi cuñada era de mi misma edad y nos llevábamos muy bien, además en ese momento ya sabía que sería otra persona a la que tarde o temprano yo cuidaría también.

Isabel era muy querida y sus padres nunca la escondieron, la consentían en todo y se hacía lo que ella quería, esto provocaba muchos enfrentamientos entre mi marido y sus padres. La protegían en exceso y nunca le enseñaron a ser independiente, durante toda su vida la trataron como a una niña pequeña a la que le hacían todo, de ahí su apodo “nena”. Se pasaba el día viendo la televisión de Galicia y calcetando, sus dos pasiones.

 

Mi marido y yo emigramos a Nueva York hasta que a mi suegro lo diagnostican de lupus. Regreso junto a mi hija para ocuparme de todo, al mes de volver mi suegro fallece. En ese momento Isa sufrió mucho, ya que estaba muy unida a su padre. Dos meses más tarde ambas viajan a Nueva York para pasar una temporada con nosotros. Isa se muestra muy feliz pero, por el contrario, mi suegra vivía con amargura y finalmente mi marido tomó la decisión de que volviéramos a España las cuatro mujeres, él volvería un año mas tarde.

Recuerdo aquel viaje en el que con mi hija en brazos no dejaba de llorar, sabía que aquello cambiaría mi vida y así fue. A los tres meses de regresar mi padre fallece de un infarto, el mismo día del entierro mi madre se viene a vivir conmigo y mi hija. Los primeros momentos fueron muy duros, yo venía de una vida independiente en Nueva York y en ese momento dejé de lado mis aspiraciones para volcarme de lleno en su cuidado, sacrificando incluso la atención a mi hija.

Sufrí también los celos de mi suegra por la estancia de mi madre con nosotros, hasta que un día decidió que ellas dos también querían vivir en mi casa y así fue. Empezó entonces una convivencia difícil que terminó con mi hija adolescente marchándose de casa por haberla convertido en una residencia de mayores.

 

Cuando mi suegra enfermó pasaba largas temporadas en el hospital, durante las cuales yo pasaba el día en casa con mi madre e Isabel y la noche con ella. El día que mi suegra empeoró decidí dar un cambio a la vida de Isa y me puse en contacto con la Asociación Down Pontevedra “Xuntos”.

Tras el fallecimiento de mi suegra, Isa comienza a asistir a la asociación, la primera etapa fue difícil, pues tenía unas costumbres muy arraigadas que había que cambiar para lograr mayor autonomía. De carácter fuerte, egoísta y posesivo el cambio en Xuntos fue muy positivo. Empezó a relacionarse con otras personas y a hacer actividades que nunca había hecho como ir al Karaoke o a la playa. Pese al duelo por el fallecimiento de sus padres, Isa era feliz y yo también de saber que estaba viviendo experiencias que nunca antes había tenido.

 

Al poco tiempo nos cambiamos de casa y mi madre e Isa comparten habitación, la relación entre ellas es excelente, de cariño y protección. Las tres nos convertimos en inseparables, yendo juntas a todas partes, sobre todo a fiestas y verbenas, nos apodan “las tres Marías”. En este momento la razón de mi existencia es exclusivamente el cuidado de las dos.

 

Un día me doy cuenta de que Isabel tiene muchos olvidos, al principio su neuróloga piensa que es algo normal, pero la situación va empeorando y finalmente es diagnosticada de enfermedad de Alzheimer. Mi miedo y angustia van en aumento por esta situación, a lo que se une una operación a vida o muerte de mi madre. Con ambas enfermas la exigencia de cuidados aumenta considerablemente, Isa empieza en un centro de día para personas con Alzheimer y mi madre en uno de personas mayores. La culpa hace que tenga un cuadro grave de estrés.

La enfermedad de Isa continúa avanzando, con toda la tristeza y la impotencia que siento, decido cambiarla a una residencia. No era capaz de cuidar a las dos y aunque el sentimiento de culpabilidad era enorme, también era realista. Los primeros días fueron horribles, con las tres deprimidas y llorando. Mi madre y yo todos los días la íbamos a buscar para pasear y las primeras navidades fuimos toda la familia a comer con ella en la residencia. Sola nunca.

 

El día más triste llega cuando Isa se olvida de mi nombre, a esto se suman cambios de comportamiento que le generan mucha angustia. La situación es cada vez más complicada y entonces llega la COVID-19, no puedo explicar con palabras lo que esto supone para mí. El centro de día de mi madre cierra, ella se viene para casa, la residencia de Isa cierra sus puertas y ya no podemos verla.

Durante todos los días del confinamiento realizo una vídeo llamada a la residencia para hablar con Isa, la situación me produce terror y angustia, sobre todo pensando en que alguna de las dos se contagie, no poder acompañarlas y que fallezcan solas. Para evitar contagiar a mi madre nos encerramos en casa durante 66 días.

 

Cuando por fin terminó la cuarentena y pude ver a Isa, percibí un gran deterioro, ha perdido movilidad y utiliza silla de ruedas. Volvemos a pasear todos los días y su felicidad es inmensa cuando me ve y de gran disgusto cuando me marcho.

Ahora la residencia vuelve a estar cerrada a visitas y volvemos a hacer vídeo llamadas. Se emociona mucho al verme, qué amor sin límites. Ojalá esto pase rápido porque sufro por ellas. No puedo imaginar mi vida sin las dos, sin cuidarlas hasta el final de sus días.

A veces es muy duro, hay que estar preparados para soportar toda la responsabilidad de cuidar a los que más nos necesitan. Aún así, me siento feliz de haber sacrificado mi independencia por ellas, ya tendré tiempo para mí.