Año 2020. Algo inesperado va a acontecer en nuestras vidas.

Los programas de televisión reclamaban nuestra atención sobre un brote epidémico en Wuhan. De un virus. Apenas teníamos información.

En escaso tiempo, apenas disimulado, la pandemia formará parte de nuestras vidas. El espanto y el temor se apoderará de nosotros. Alterará nuestros hábitos de vida; los transformará.

 

Trabajo en una pequeña residencia de un pueblo de La Rioja. Cierto día se reunió al personal para informar acerca de los protocolos a seguir para el llamado, Covid-19. Era el comienzo.

Todavía no estábamos preparadas. Había que comunicar a los residentes y familiares que no se verían en un tiempo. De nuevo, el miedo se adueñaría de nosotras. ¿Qué iba a suceder? Tendríamos que pasar de la teoría a la práctica. Esforzarnos más.

 

Vas a trabajar, cambias de registro. De repente, te haces de hierro, casi invencible. ¡Podemos con esto! Lo vamos a superar.

 

Tras una larga noche, agotadora, termina mi jornada. Regreso a mi casa, afectada y con la sensibilidad a flor de piel. No consigo conciliar el sueño. Me duele la cabeza. De nuevo, el miedo. Algo no va bien. ¿Me estoy sugestionando? Pasan las horas, no mejoro. Me duele la garganta. Tengo mucha tos y dificultad para respirar. Estoy muy nerviosa. Llamo al número de teléfono que nos facilitó la empresa.

Al otro lado de la línea una mujer, con voz calmada y amabilidad, me prepara para la continuación.

A lo largo de dos meses, aislada.

Tengo coronavirus; y el temor de que pueda pasarme algo.

 

Mis compañeras me llaman todos los días. Se preocupan. Siguen al pie del cañón. Cuidan de nuestros abuelos queridos. Te sientes impotente ante la situación. No puedo ayudarlas.

No encuentro mejoría. Llega un momento en el que no puedo hablar con nadie. Me emociono demasiado y me falta el aire.

 

Tras una larga pesadilla, algo más delgada y un poco desmejorada, regreso al trabajo. Una serie de emociones me embargan y desbordan al ver a mis compañeras. Tengo ganas de abrazarlas, no podemos. Pero siento el calor.

Todos los preparativos en marcha. Alcohol, mascarillas, epis...

Regresan las emociones. Ahí están los abuelos. Muchos de ellos recuperados. Alguno te reconoce y sientes que te han echado de menos. Son unos campeones. Forman parte de mi vida. Mi otra familia. Los quiero y seguiremos juntos, espero, por mucho tiempo.

Ahí están los abuelos. Con sus arrugas, las cicatrices de una vida ya vivida.

Ahí están ellos, sí, ahora más que nunca, más que nadie, en primera línea.

No está garantizado sobrevivir en primera línea.