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Siempre hemos escuchado que 'el tiempo es oro', pero solo cuando lo hemos visto escapar entre nuestros dedos hemos comprendido la verdadera dimensión de esas cuatro palabras. Quince años dedicados a cuidar de otros me han enseñado que cada minuto es un tesoro, un hilo invisible que teje una historia de vida única e irrepetible.

Desde aquel primer día en el que, vestida con mi bata blanca y con el corazón lleno de ilusión, entré en el hogar de Candela, mi vida cambió por completo. Lo que comenzó como un sueño de ayudar a los demás se convirtió en una realidad que me transformó personalmente. Cuidar de ella no solo fue atender su cuerpo, sino también alimentar su alma, construyendo un vínculo que trascendía lo profesional.

Después de ella, llegaron Lino, María, Benjamín y muchos otros, cada uno con su propia historia, enriqueciendo mi ser y dándome diariamente lecciones de vida. Ayudarles con todo lo que necesitaban, escuchar sus historias, compartir sus alegrías y mitigar sus penas era mi misión. Verlos sonreír y sentirse valorados me llenaba de una satisfacción inmensa, un regalo que me llevaba de vuelta a casa al final de mi jornada laboral.

Con el tiempo, muchos de ellos emprendieron su último vuelo, llevándose con ellos un pedazo de mi corazón. La nostalgia de haber compartido sus últimos momentos se mezclaba con la tristeza de no haber podido conocerlos antes. Sin embargo, poco a poco, comprendí que, aunque el tiempo es inexorable, yo podía ayudarles a pintar su etapa final con los colores de la alegría. Por ello, aunque muchos ya no estén, su recuerdo siempre seguirá vivo dentro de mí.

 

En 2020, cuando la vida transcurría con una normalidad apacible y mi rutina laboral era cómoda y predecible, la irrupción de la pandemia de la COVID-19 lo cambió todo. Al pertenecer a un grupo de riesgo, la situación se tornó especialmente compleja. Tanto mi forma de trabajar como la del resto de mis compañeros se vieron obligadas a adaptarse drásticamente a esta nueva realidad, marcada por la duda y los cambios constantes.

La incertidumbre de lo desconocido y el temor a ser un vector de contagio me sumergieron en un mar de estrés y agobio. La culpa, una sombra persistente, me acompañaba en cada salida al supermercado o en cualquier tarea cotidiana. La idea de poner en riesgo a quienes cuidaba me destrozaba por dentro, convirtiendo cada acción en una carga emocional difícil de soportar.

Por suerte, después de navegar por las turbulentas aguas de la pandemia, finalmente he alcanzado un puerto seguro. La sonrisa ha vuelto a mi rostro mientras me dedico a mi trabajo, encontrando alegría en las pequeñas cosas y satisfacción en ayudar a otros. Los desafíos me han hecho más fuerte y ahora valoro cada momento que la vida me ofrece.

Cada persona que he cuidado ha dejado una huella imborrable en mi vida. Sus historias, sus desafíos y sus logros se han entrelazado con los míos, moldeando a la cuidadora que soy hoy. Cada dificultad ha sido una oportunidad para aprender, crecer y fortalecer mi vocación. Ahora sé que el tiempo no es solo oro, es el diamante más preciado que podemos regalar y recibir.