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Recuerdo aquella tarde, me despedí de ti como si al día siguiente fuese un día más. Decías que tenías ganas de salir a tomar una cervecita con jamoncito, te dije que pronto. Y te mentí. No me di mucha cuenta de cómo pasaron los acontecimientos. Los que vivíamos en el campo, y más yo que lo hago sin televisor, no estábamos al tanto de lo que iba a pasar. Todo parecía un sueño, una fantasía macabra de alguien muy aburrido con ganas de sentenciar a una sociedad. Fue Hollywood en las calles.
Llamé a mi madre y me dijo que no podía subir a verte, que la ciudad estaba confinada y que yo no tenía un salvoconducto que me permitiera sentarme a tu ladito y ponernos a cantar “Morena de mi copla” de Manolo Escobar. Aquella canción te devolvía al presente, con apenas unas notas ya tatareabas y si te sacaba una sonrisa si yo me ponía a bailar. Hablamos por teléfono, pero mi cobertura no era muy buena y pasamos de hablar cada día a casi dejar de hablar. No era porque yo no llamara. Era porque a las dos, a ti y a mi madre, se os comió la soledad.
En su piso de 55 metros cuadrados con vistas al bloque de enfrente pasasteis los cien días por vuestro bienestar. Mi madre intentó hacerte pasear por el pasillo, pero poco a poco perdías movilidad, ella probó a cantar contigo, pero apenas podías balbucear, fueron tres meses de desconcierto, sin ver el sol en aquel espacio, sin ver a ningún familiar, horas y horas de tele machacona y poco por hacer. Todos teníamos miedo, tantos abuelitos terminando sus días, así que mi madre te construyó una burbujita de cristal. No solo fueron los días del confinamiento, a ti te mantuvieron en casa mucho más. Cuando pude volverte a ver, te costó reconocerme.
Seguimos estrictamente todos los protocolos, así que no te besé ni abracé durante un largo tiempo. Veía tus ojitos asomar por la mascarilla y podía oler tu dulce aroma de abuelita tierna por encima del gel hidroalcohólico. Casi un año después mi madre consideró que podías salir. Diez minutos duraste en la calle, los coches, el barullo, salir en silla de ruedas te generó mucho miedo. Así que volvimos a la torre en tu castillo.
Mi madre también estaba extraña, con la mirada agotada. El cuidador que también es familiar mayoritariamente necesita que alguien le cuide, es una ley natural. Así tomo forma nuestra nueva realidad, subiendo cada día a veros, ayudando con la limpieza de la casa, con las compras, las comidas y a cuidarte a ti, claro está. Nunca me imaginé que te cambiaría un pañal, que te daría de beber, de comer, que te cortaría las uñas, te peinaría, te vestiría, te curaría las pupitas, te ducharía… Me convertiste en Gerocultora.
Me enseñaste a apreciar el arte de cuidar al que no puede cuidarse, a que se debe valorar más el trato con el dependiente, el cómo se le habla, se le mira, se le sonríe, a que, aunque se tenga un diagnóstico apuntando a que no sabes quién soy, tú me escuchabas, me respondías a tu manera, pero las dos nos entendíamos. Aunque yo te llamara bebé, eras mi Abuela; Ylida, mi héroe, mi protectora, mujer entre mujeres, la morena de mi copla.