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Hoy es mi primer día trabajando con personas mayores... Siento nervios, dolor de estómago, angustia. No sé si lo haré bien, no tengo experiencia en este sector y mis compañeras tienen años de experiencia.

Salgo del metro, camino y el trayecto se me hace corto. De repente me encuentro ante la Alquería, llamo al timbre, me abre una mujer muy simpática que me da la bienvenida. Me toman la temperatura, me explican que debo firmar y escribir las horas de entrada y salida para fichar. Me dan la bata nueva. Me cambio. Respiro. Pregunto dónde debo ir. Y conozco a uno de los grupos.

Al entrar veo un grupo de personas mayores que no se percata de mi presencia. Me acerco a ellos y les voy preguntando su nombre. Muchos, para mi sorpresa, no me lo saben decir. "Tiene afasia". Afasia... eso significa que el lenguaje está afectado, "Vale, de algo ha servido estudiar psicología", pienso. Me advierten que no puedo dar agua sin informar primero "Qué curioso, ¿por qué?", pregunto. "Pueden tener problemas de deglución". De acuerdo, deglutir es tragar, por tanto, no tragan bien. "Madre mía, cuántas cosas, me voy a tener que poner las pilas". A continuación, me fijo en un hombre que tiene algo en la nuez. Pregunto de qué se trata. "Es una traqueo, no puede hablar, pero se puede comunicar". Viene la enfermera y se lleva a una mujer a consulta a almorzar. "Qué raro", pienso. "Tiene una PEG", me explican. "Perfecto, apunta PEG para buscarlo en casa... y traqueo, ya que estás".

Empezamos la actividad. Un hombre se levanta y grita "Conejo". Le acompañan a hacer la actividad mientras repite "Conejo, conejo". Me informan que será la primera persona a la que evaluaré. "Prepárate, a ver cómo lo hacemos", pienso.

El tiempo se me pasa volando, las compañeras me ayudan y explican todo lo que necesito casi sin que me dé tiempo a preguntar. Se pasan los nervios. Respiro. Se acaba la jornada.

 

Segundo día. Hoy conoceré a los otros grupos. "Será parecido a ayer, solo tengo que tranquilizarme y dejarme enseñar por las compañeras", me digo mientras recorro el camino.

Me presentan a tantas personas que a duras penas puedo retener 3 nombres. Todos me hacen muchas preguntas. "¿Cómo te llamas?" "¿Te quedarás mucho tiempo?" "¿Qué has estudiado?" "¿De dónde eres?" "Háblanos de ti".

"Perfecto, hoy no vas a pasar desapercibida, trágate la vergüenza y responde", pienso, y me preparo un breve esquema mental para presentarme que abarque todas esas preguntas que varios pares de ojos esperan sean respondidas con prontitud.

Se me lía la lengua, me siento sobrepasada, pero sigo hablando. "Tú puedes". Cuando acaban esos largos 5 minutos, me encuentro ante el público más agradecido que jamás haya tenido delante.

Y respiro. Y les pregunto por su vida, su juventud, su familia. Me abruma tanta información, pero los escucho atentamente mientras intento retener un par de detalles por persona. Me hace sentir en casa la emoción en sus ojos al ser escuchados.


ACTUALIDAD
A lo largo de este tiempo trabajando con personas mayores, he aprendido a quitarme prejuicios de encima, a perder el miedo a hablar de la muerte, a apreciar cada segundo con mi madre, a dar una vida digna a personas, a acompañar en el duelo, a perdonar el pasado...

Me siento muy afortunada por haber sido elegida a pesar de mi corta experiencia, porque ahora tengo la gran suerte de tener 50 grandes maestras y maestros de la vida. 50 personas que todos los días me enseñan algo nuevo, algún motivo nuevo por el que seguir explorando la mente humana, una razón más para darme cuenta de lo mucho que me queda por saber.

Y, aunque se lo agradezco lo más a menudo que el ajetreo diario lo permite, pienso que nunca será suficiente. Porque les han vendido que los títulos me dan más saber que una larga vida dedicada a sus familias, sus trabajos o su desarrollo personal.

Pero es gracias a ellas y ellos, maestras y maestros de la vida, que sigo creciendo cada día.