A mis 69 años, con fibromialgia y la compañía de Cloe, una bichón maltés de 2 años que duerme conmigo, el teléfono suena exclamando dos tonos perdidos diciendo así, que Josémari se ha despertado. Sé que me espera en su cama, paciente, sabiendo que necesito unos minutos para poner mi cuerpo en marcha antes de ir a levantarlo. Cierro levemente los ojos de nuevo suplicando cinco minutos más, hasta que pasado ese tiempo más otros instantes más, el teléfono vuelve a sonar.

 

Josemari tiene una distrofia muscular. Va perdiendo la musculatura poco a poco y eso hace que cada vez sea más dependiente. Voy hasta su habitación. Las luces ya están encendidas gracias al sistema domótico que él mismo se ha instalado y al que yo me niego a hablarle. Ya sólo nos faltaba tener que hablarles a las bombillas de la casa...

Le visto con cuidado mientras Cloe nos observa y llegamos al momento crítico de la mañana: pasarse de la cama a la silla de ruedas. Un gesto que apenas costaba hacer hace un año y que ahora se ha vuelto hasta peligroso. Yo no digo nada. Pero cada mañana me arropa una sensación de miedo a que se caiga. Si un día acaba en el suelo a ver cómo le levanto, me digo a mí misma. Él toma un leve impulso y logra poner una pierna en el cojín de la silla. Ahora sólo queda empujarle el tronco hasta que se quede erguido y termine de pasarse él sólo.

Cloe nos observa e instintivamente se pone de pie y pone sus patitas apoyadas en su pierna para ayudar. Sabe que Josemari es diferente al resto de personas que entran por la puerta de casa. Decimos que hemos de grabarla un día y ponerlo en YouTube, para que la vea todo el mundo. Pero es cierto que en ese momento no estamos para tonterías.

 

El día va pasando. Me he acostumbrado a no salir si Josemari está en casa, no sea que en un descuido le pase algo y me necesite. Él me pide que me marche; que salga; que haga cosas. Pero es difícil para una madre salir y tener la conciencia tranquila de que todo va bien y no estar mirando la pantalla del móvil a cada instante.

 

Te das cuenta de que poco a poco has ido renunciando a partes de tu vida, a la vida social, al ocio... y que sin darte cuenta has entregado las últimas décadas de tu vida al cuidado de un hijo. Los planes eran que cuando fuese mayor él me cuidase a mí. Pero en algún momento alguien cambió las reglas sin preguntarnos y sin derecho a protestar por ello.

 

Su distrofia hace que lo que hoy puede hacer, quizá mañana ya no pueda. Así que cada mañana, al sonar el teléfono, hay cierta sensación de ver qué ha cambiado respecto al día anterior. La forma de hacer una transferencia, la forma de coger un objeto... todo va cambiando.

Y aprendimos a aceptar que la vida va cambiando seas una persona dependiente o no lo seas. Y que el sufrimiento no radica en el cambio en sí, en lo que has dejado de poder hacer, o en lo que has tenido que modificar. El sufrimiento radica en la actitud ante el cambio.

 

Podemos vivir cada situación como un drama; o podemos vivirla como un desafío a superar.

 

Josemari me enseña cada día que las cosas pueden cambiar queramos que suceda o no. pero que somos nosotros los que elegimos cómo vivir ese cambio. Y en ese pensamiento, y en su serenidad, encuentro yo la mía.