Desde siempre tuve miedo a ser madre. El hecho de pensar en el dolor físico que supondría parir, me horrorizaba (entonces no era habitual emplear la epidural).

Me quedé embarazada y, a pesar del miedo, fue la más ansiada y bonita noticia que pude recibir. La ilusión y la sorpresa crecieron con la primera ecografía -esperaba “mellizos”- ¡Increíble! sin antecedentes gemelar y sin recurrir a ningún tipo de fertilización ya que, me quedé embarazada a los tres meses de casarme y deseábamos ser padres.

 

El embarazo transcurría normal, hasta aquel día que acudí al hospital a la primera clase de “preparación al parto sin dolor”, solicitada por el ginecólogo que me llevaba el embarazo.

 

Estaba de 25 semanas, es decir, de 5 meses y seis semanas de gestación. Fue al terminar la clase cuando sucedió lo que no debería haber pasado – rompí aguas – De inmediato en Urgencias del Hospital me monitorizaron y… ¡¡sorpresa, no eran dos los bebés que esperaba sino tres!! ¡¡Trillizos!! No cabía en mi asombro.

 

Quedé hospitalizada y el equipo de urgencias del servicio de ginecología decidió ponerme un tratamiento en vena para que, a pesar de estar con contracciones muy continuas y fuertes, no dilatara y así tratar de conseguir ganar tiempo para que mis bebés maduraran. Durante 20 horas interminables de incertidumbre, de desconcierto y de mucho miedo pasé mucho dolor. Aunque el mayor dolor fue el psicológico pensando – no voy a llevarme a ninguno de mis tres bebés - ¡¡ Eso sí fue dolor!!-. Yo que tanto miedo había tenido siempre al dolor físico de ese momento resulta que, fue el que menos me importó. Después de esas largas 20 horas, el responsable médico decidió que debían bajarme al paritorio ya que no podían contener a los bebés en mi barriguita. ¡No había tiempo que perder, la situación era compleja! Los bebés debían nacer pues el riesgo era evidente para ellos y para mí.

 

Una vez en el paritorio, no era capaz de conseguir que con cada empujón que yo realizaba, asomaran a la luz de la vida. Aquel tratamiento me había dejado sin fuerzas y había impedido la dilatación. Sólo quedaba una salida – hay que bajarla a quirófano para una cesárea-.

 

Mi cuerpo y mi alma temblaban de miedo. Ese miedo incontrolable que te hace tiritar, que te hace sudar estando helada y te hiela el corazón. De repente, la sala del quirófano se convirtió en un campo de batalla donde todo el equipo médico que me atendía se aceleró y comenzó a conectarme a nuevos monitores y nuevas vías se adentraban en mis venas. Por un momento mi mente desconectó de aquel escenario y simplemente, mis ojos se posaron sobre mi enorme barriga, pensando si alguno de mis bebés tenía la más mínima posibilidad de sobrevivir ¿qué va a pasarles? No tuve tiempo de contestarme, una mano se acercó a mi cara poniéndome una máscara de oxígeno que cerró mis ojos y mi consciencia en segundos, no sin antes haber visto de reojo las tres incubadoras que a un lado del quirófano habían preparado.

 

Cuando desperté estaba sola, en reanimación, sin mis hijos. El miedo fue aún mayor. No me importaba lo dolorida que me sentía, solo deseaba saber que había pasado con mis bebés. No me atreví a preguntar y cerrando los ojos me despedí de ellos desde el corazón. En ese instante una voz serena me habló tranquila, los bebés están en las incubadoras. Abrí los ojos y la miré sin esperanza… Presentí que algo no iba a ir bien. Eran extremadamente pequeños y delicados.

 

A los 2 y 4 días, respectivamente, se cumplió mi presagio y perdí a dos de mis pequeños. Me dieron el alta y me marché dejando en “Neonatos” al más pequeño, el que había roto aguas y había sufrido mucho más que sus hermanos al no estar resguardado en la cómoda bolsa del líquido amniótico. Mi dolor ya no tenía medida era tan profundo que no sentía el alma.

 

Transcurrieron 3 meses cuando en “Neonatos”, Ignacio, sufrió una parada cardiorrespiratoria que le dejó sin oxígeno su pequeño cerebro por casi dos minutos. Un descuido de los profesionales que le atendían. Esa lesión provocó una discapacidad intelectual irreversible en él. Nueve meses después mi precioso hijo pudo salir del hospital para continuar con el tratamiento y los cuidados en casa. A penas pesaba 1.200 kg. Necesitaba oxígeno para todo y a todas horas hasta que cumplió los 18 meses. Poco a poco pudo salir a tomar los rayos del sol y llenar sus pulmones del maravilloso oxigeno que nos brinda la vida.

 

Nadie me dijo lo que iba a tener que batallar. Nadie me habló de las secuelas tan importantes para mi hijo. Porque no sabían según me informaron. Nadie me informó donde dirigirme para solicitar una mínima ayuda estatal. Nadie me indicó dónde dirigirme para que él realice deporte, trabaje, se desarrolle como persona, etc., sólo sé que llevo 31 años batallando y dedicando mi vida a hacer que la suya tanto personal como social sea lo más digna posible, renunciando a tener vida propia.

 

Nuestra sociedad desde que nacen estos puros corazones le aparta de casi todo – de un desarrollo integrador, de una comprensión, de ayudas para que pueda llevarse a cabo sus tratamientos y necesidades especiales, de colegios específicos si no es en alguna fundación y sobre todo privados de una integración en la sociedad y de un apoyo para los familiares que renunciamos a nuestra vida para pasar a ser “sus cuidadores”. Ellos son Dis-Capaces como el resto de nosotros y sobre todo son personas.

 

A los 5 años de vida de Ignacio, el estrés y el sufrimiento por el que pasé como cuidadora, repercutió en mi salud y sistematicé el sufrimiento en un cáncer de mama del cual hoy en día estoy curada. En 2008 perdimos a su papá y esposo y desde entonces llevo siendo cuidadora monoparental. Una labor diaria muy dura y llena de degaste físico y sobre todo psicológico.

 

Hoy mi hijo tiene 31 años y es el mayor tesoro que la vida me ha dado. Me arrebató a sus dos hermanos y a su padre y a cambio me dejó la mayor muestra de amor “Mi hijo, Ignacio”.

 

Hay días que me encuentro sin fuerzas y abatida psicológicamente y es entonces cuando le escucho decir – mamá te quiero. Soy feliz. ¿Tú estás bien? Eso compensa la batalla diaria y pido al Universo que me deje vivir con salud para que él pueda vivir dignamente.

Hoy he aprendido que tenemos que amarnos para poder amar a los seres que cuidamos desde el corazón. Siempre con positividad y confianza en que lo que hacemos, a pesar de las dudas diarias que nos surgen, pues no existe una guía para aprender. La vida misma es nuestra maestra y estos puros corazones.