Paca es mi madre. En el pueblo le llaman “La menuda”, el apodo de mi abuela.

 

Ella, forma parte de mi inspiración, una fuente de conocimiento y sabiduría. Una matriarca luchadora rural y superviviente contra todo pronóstico. Esta es nuestra historia de cuidado.

 

Para hablar de “La Menuda” hay que remontarse al pasado, al mío, al de mis orígenes, al de una zona rural que ha vivido en paralelo al desarrollo de las grandes ciudades. Mi abuelo era carpintero, confeccionaba carros y otros enseres para las mulas. Pero al entrar la maquinaria agrícola, durante los años 60, se quedó sin trabajo. Apenas había salido del pueblo, y con lo puesto, emigraron a la Barcelona industrial de esa época junto a mi abuela, mi madre, mi tía y mis tíos.

 

Yo digo que mi madre tuvo que huir del campo para cuidar la ciudad. Así empieza esta historia, cuando siendo una chiquilla se marchó a servir a las clases altas. No fue la única, varias chiquillas del pueblo se encontraban en los días libres para compartir unas risas o añorar aquellos aires manchegos.

 

Limpiar, planchar, cuidar de los niños, ir a comprar. Tenía que estar todo listo para cuando los señores llegasen”, contaba mi madre que, sin saberlo, se estaba encargando de cuidar a esa familia, de prepararlos, en definitiva, para la vida. Así pasó algunos años, sirviendo y cuidando, hasta que se casó con mi padre, un hombre humilde, agricultor y pastor, al que le faltaba el aire al escuchar hablar de la gran ciudad. Entonces regresaron al pueblo, ella implicada en esa cadena de cuidado que no se iba a acabar, cuidando de su marido, su hijo e hijas y de todas las personas que se le cruzaron.

 

Después pasó todo el tiempo en el pueblo. Atrás quedaron esos recuerdos en Barcelona, y fue entonces cuando la historia se revirtió, como de repente, y todo el trabajo de cuidado que había construido hacia los demás quedó desvanecido como el humo. Hace 8 años sufrió un aneurisma, quedó en coma. Yo, que siempre me había sentido tan unida a ella, me sentí inválida de repente y regresé del remoto país de Perú, donde me encontraba.

 

Durante dos semanas durmió, en un sueño profundo, del que parecía nunca despertar. En mi empeño de quererla más y cuidarla como nos había cuidado, le cantaba canciones sentada en su regazo. Allí, inmóvil podía sentir cómo mi voz se fruncía en su alma, como el hilo que cuesta hilvanar en una aguja pero que al final encaja. Un día un canto, otro un susurro, otro día un sonajero que le hiciera volver. Me las iba arreglando para que en esa profundidad infinita cada sueño fuera diferente, porque en mi interior, sabía que algún día ocurriría.  Después de quince días Paquita La Menuda volvió con nosotras aunque su cuerpo parecía no volver del todo, porque quedó totalmente inmóvil.

 

Llegó una etapa dura. Mi padre, al que tanto había cuidado mi madre, no sabía atenderla, fue un gran shock para él, que lloraba de impotencia. Con su apoyo y el de mis hermanas, me convertí en una cuidadora de día y de noche, poniendo a prueba una relación de amor entre madre e hija a través del cuidado. Esta vez el cuidado requería fuerza física, paciencia, escucha, enseñanza y mucho apoyo emocional, claro, todo lo que ella siempre había hecho.

 

Por ratos nos odiábamos, en la más absoluta sinceridad, ella por querer hacer cosas no podía, yo por regañarle como a una niña y no conseguir respuesta. A veces quebrábamos en llanto. Dormíamos la una al lado de la otra, en camas separadas, como niñas, así durante los cuatro meses siguientes.

 

A mi madre le gusta mucho coser ropa, así que intentaba enhebrar la aguja, nunca lo conseguía. Lloraba desconsolada. Después de meses de acompañamiento a rehabilitación, de dormir con ella, atenderla, cambiarle, darle de comer, mimarle, regañarle, de visitas de trabajadoras sociales, fisioterapeutas y adaptación de toda una casa, consiguió recuperarse, aunque se quedó con una minusvalía del 70%.

 

Hoy hilvana sus agujas aprovechando los rayos de sol manchegos, aunque ya no vivo permanentemente en la casa, procuro estar con ella muchos fines de semana. A veces se encuentra con su amiga Ana María por el pueblo, se ríen, intercambian miradas y recuerdan con nostalgia sus paseos por las ramblas. Aquellos años en los que, ambas, tuvieron que Huir del campo para Cuidar la ciudad.