Nací hace cincuenta años con Parálisis Cerebral.

Al parecer, durante mi alumbramiento, acaecido en la propia vivienda, pudo haber algún problema que ocasionase una disminución de oxígeno en mi cerebro. Con seguridad, no lo sé. Pero, aprendí a no darle importancia al cómo, sino al que: a qué secuelas nos tuvimos que enfrentar mi madre y yo (una tetraparesia espástica con problemas de habla).

 

Si algún recuerdo tengo de mi infancia es el estar siempre al lado de mi madre: a sus pies, sobre una manta en el suelo, cuando estaba faenando en la cocina; de su mano, cuando íbamos por la calle; al levantarme y al acostarme, vistiéndome o desnudándome… y así, día tras día, mi madre a mi lado.

 

Por eso, cuando decidió que debía despegarme un poco de ella, buscó una escuela de párvulos donde aprendería, al menos, a decir pis y caca para poder quitarme el pañal con tres años de edad.

 

Ella me contó que su gran preocupación era si yo podía ir al colegio, como mi hermana mayor. Y aliviada, comentaba que los médicos le aseguraron que sí, que yo hablaría antes que andaría. ¡Vamos, qué tonta no era!

 

Realmente, he tenido una escolaridad normalizada gracias a mi madre. Con el tiempo descubrí que todo lo que parecía amabilidad y predisposición por parte del centro educativo, no eran más que el resultado de arduas negociaciones en las que mi madre se había comprometido, no sólo a llevarme y a recogerme del colegio, sino que evitaría que yo ocasionase cualquier molestia al resto de compañeras y, por encima de todo, al profesorado que no tenían la obligación de llevarme al baño, o de ayudarme a subir y a bajar las escaleras, ya que las aulas subirían de planta a medida que yo avanzaría en mi trayectoria escolar. Así, mi madre me llevaba y me recogía en el mismo aula. Y por supuesto, mi hermana se acercaba en los recreos para llevarme al baño. Yo me quedaba en clase, sin poder bajar al patio hasta que alguna compañera se atrevió a ayudarme cuando ya nos encontrábamos en el tercer curso.

 

También recuerdo la presencia de mi madre durante mis estancias hospitalarias, atendiéndome o durmiendo en el sillón de la habitación. Lo que sí percibía es que siempre tenía prisa: bien porque tenía que hacer la comida o ir a la compra, o atender a mi hermana pequeña. Sus ausencias eran para mí eternas y, en algunas ocasiones, sentía la angustia de que no la volvería a ver y que me dejaría allí.

 

Esos temores los fui perdiendo poco a poco, a medida que empecer a controlar el tiempo. “Diez minutos no son nada, pero media hora… algo le tuvo que pasar”, rumiaba en mi cabeza. Y cuando entraba por la puerta, sentía un enorme alivio: mi madre ya estaba allí, nada malo me podía suceder.

 

A pesar de que con la edad, el desapego fue en aumento, la necesidad de mi madre no disminuyó. Cuando me fui a estudiar fuera de mi lugar de residencia, sobre todo al principio, unas lágrimas corrían por mi rostro al ver una foto de mi madre o al oír su voz tras el teléfono. Sin embargo, sobreviví.

 

El destino quiso que yo obtuviera un puesto de trabajo en mi provincia y, como no, me quedé en casa de mis padres, al lado de mi madre, con la esperanza de tener mi propia casa no muy lejos de la suya.

 

Hubo varios conatos de independencia, pero el destino, o mis propias decisiones, quisieron que volviera a casa con mamá. Tanto es así que empecé a pensar que a dónde no podía llegar por mí misma, llegaría junto con la ayuda de mi madre. Como si ella fuese una prolongación mía.

 

Los años transcurrieron y la vejez con sus achaques se hizo presente en la figura omnipresente de mi madre. Cuando me quise dar cuenta, vi que ella ya no podía llegar por sí misma a lugares a los cuales yo podía acompañarla.

 

Acompañarla y cuidarla, estando ahí, a su lado, intentando sin poder llegar a serlo, una prolongación suya.